La suerte del polizón

teresa dovalpage 250Mi hermana Yamila, después de la desgracia, andaba más mustia que nomeolvides en invierno. La desgracia, para los no enterados, fue que un querindango que tuvo, al que llamaban Peter Estrella, se le perdió en el mar. Un querindango de repetición, por cierto, porque fue su marinovio en La Habana y luego ella lo recogió cuando se lo volvió a encontrar, todo tirado y harapiento, por las calles de Barcelona.
El hombre no hallaba acomodo en España y su sueño era venir a los Estados Unidos a ver si triunfaba como cantante. Por hacerle el favor, entre Yamila y yo lo metimos en un trasatlántico, el North Star, de polizón y disfrazado de mujer. Pero al llegar a Miami cambió de idea y no se bajó con nosotras. Nada, que nunca más se supo de él. De Peter Estrella, digo, no del North Star.
Ahora, si ustedes han leído la historia, será la versión de la Te, y ya sabrán cómo exageran, cambian y enmarañan las cosas los novelistas. En su viaje de vuelta a Europa, el trasatlántico estuvo perdido dos días —¡no dos semanas como escribió la susodicha!— y al fin encalló en las Islas Azores, adonde lo había llevado una ola gigante de esas que a cada rato se desencadenan en el Atlántico como Fantomas submarino.
Todos los pasajeros aparecieron sanos y salvos, menos el Estrella. Pero considerando que había entrado al barco sin documentos, lo más natural era que nadie lo tomase en cuenta cuando desembarcaron en las islas. El caso es que nunca más volvió a escribirle a mi hermana ni a reportarse. Y Yamila, la pobre, no fue la misma después de aquel frustrado intento. Cualquiera diría que había perdido al Hombre de Su Vida, como le gustaba a ella decir, así con mayúscula, en lugar de un piojo pegado, un tipo al que no se le paraba la picha ni tocándole el himno nacional. Esto según mi hermana, porque yo no me metí a averiguar si la picha se remontaba o no.

El caso es que la gran pazguata, con la pasión de ánimo que le cayó encima, dejó a su marido catalán, el Carles, que era un verdadero pan con ojos, hombre más bueno que ni mandado a hacer con instrucciones específicas. Por culpa de la depresión, Yamila perdió su trabajo en Barcelona y vino a refugiarse a Miami, cosa que no me extraña porque Miami es el destino de todos los cubanos en este país. Hasta yo misma, después de pasar media vida en Chicago, mimetizada entre la nieve y con las nalgas congeladas por la corriente de los Grandes Lagos, he venido a recalar aquí.
A poco de llegar, mi hermana se buscó un trabajito por la izquierda. Pero cuando se enteró de que existía el welfare, enseguida se avivó y lo solicitó. Entre la platita que le daba el papá gobierno, y lo que le pasaba su ex de Barcelona (miren si era decente el tipo) iba tirando, pero no había manera de que olvidara sus amores con el Estrella.
Yamila se acostaba llorando y se levantaba meando lágrimas y aquello no podía seguir así. Traté de que se pasara las tardes cerca del mar, mirando el rayo verde, que dicen que es bueno para los nervios, pero por esos días salió en el periódico que un tiburón había atacado a unos bañistas en medio de Miami Beach y se había merendado a dos. Al oír eso le dio otro ataquito a mi hermana del alma y no quiso portarse más por la playa, espantada con los dientudos.
Ahí fue cuando intervine yo. Primero la llevé a un psicólogo, un tipo calvo y rechoncho con cara de ser primo hermano de Freud, pero no resultó la cosa. El hombre hablaba a medias español con un acento ácido y Yamila no logró conectar con él.
—Hija, se le ocurrió preguntarme cuál era la persona, viva o muerta, con quién me gustaría tener una cita —me contó—. Mira qué sandez. Le iba a contestar que el coño de su madre, pero me contuve por respeto, y le dije que William Levy. Se quedó meditabundo como si no le hubiera dicho la fantasía más natural de cualquier adolescente de Hialeah…
—Tú no eres una adolescente —me vi obligada a recordarle—. Mira que William Levy casi puede ser tu hijo. Y sin casi. Podías haberle dicho que Alain Delon.
No tuvo mejor suerte con un taller de sanación al que una amiga la llevó a rastras, donde una tropa de cristianos renacidos le impusieron las manos y oraron fervorosamente por ella en inglés y otras lenguas vivas y muertas.
—Pal carajo con tanto manoseo, cuando salí de allí fui directo a darme una ducha —rezongó muy malagradecida.
Pero la depresión no se le quitaba. Días hubo de no salir de su cama, de pasarlos gimoteando y sin probar más que un vasito de café con leche que se preparaba a tres tirones en la cocina. Por si esto fuera poco, se quejaba de unas migrañas que le desclavaban la tapa del cráneo, unos dolores que se le colaban hasta las entretelas de los huesos.
El Valium que le recetó una doctora no servía más que para ponerla a dormir, pero apenas se despertaba volvía la cabeza a estallarle como si se le plantaran una bota encima. Así que yo, en mi papel de hermana mayor, de responsable y resuelve problemas que siempre he sido, opté por un remedio heroico: la curación espiritual.
Encarnación Raynier de los Rosales es médium escribiente, oyente y vidente y como tal se anuncia en los clasificados del Nuevo Herald. Su lema es: “el cliente pone la fe; los santos ponen la solución.” Además, es propietaria de Las olas de Yemayá, una botánica situada en pleno corazón de la Calle Ocho.
Allá llegamos una buena mañana de agosto. Mi hermana iba encogida sobre sí misma como un camarón disecado, con un pañuelo sobre los ojos y cara de carnero a medio morir.
La médium estaba detrás del mostrador, sacudiendo unos budas plásticos y una virgen de Regla de tamaño natural porque la señora es muy ecléctica; lo mismo le entra a la santería cubana que al budismo zen que al Nuevo Pensamiento—que ya es más viejo que el andar a pie. Negociante hasta la médula, eso sí, pero una lumbrera en lo suyo: un par de veces que me consulté con ella me dijo cosas de mi pasado que nadie más sabía y me anunció un porvenir que se ha estado cumpliendo de a poquitos.
Encarnación vino enseguida a saludarme porque es de esos buenos comerciantes que se acuerdan de sus clientes con nombre y apellidos, y me estampó dos besos en la cara. Olía a colonia Maja. Le presenté a mi hermana y le dije que estaba allí para que le hiciera una consulta y le limpiara las avenidas del espíritu.
retorno expatriada 350Encarnación no nos dejó ni empezar a contar la historia. Se volvió hacia Yarmila y le dijo, con los ojos despavoridos:
—Mi corazón, ¡lo que tú tienes atrás es mucho con demasiado!
Mi hermana se estremeció y comenzó a tartamudear:
—¿Us… usted cree, se…señora?
—No creo, sino que lo estoy viendo —contestó Encarnación con toda la seguridad del mundo saliéndosele por las pupilas—. Es un hombre: macho, varón y masculino porque le veo sus vergüenzas por debajo del pantaloncito ripiado que lleva, pero con una peluca rubia que le cae hasta la cintura y los labios pintados de rojo escándalo. ¿Te dice algo esa figura?
—¡El Estrella! —exclamamos Yamila y yo a la vez.
—Entonces ¿está muerto? —pregunté, para zanjar la cuestión de una vez—. Fíjese bien, Encarnación, porque si vamos a creer las noticias, en el encallamiento del North Star no se perdieron vidas.
Mi hermana empezó a temblar como si le hubieran entrado calenturas.
—Cállate, por favor —me pidió en vos baja.
—Yo no sé nada del North Star ni de encanallamientos —respondió Encarnación, confundiendo los términos no sé si adrede o por casualidad—. Lo que veo es un hombre disfrazado de cabaretera que está furiosísimo con ésta —señaló a Yamila—. Los tirones de pelo astral que le da no son de juego.
—¡Eso es lo que me está causando las migrañas! —gritó Yarmila.
—Sí, a veces estas cosas tienen repercusión en el plano físico —asintió Encarnación—. Pero hijas, qué malos modales tiene ese tipo, qué rabia acumulada, por Dios. Ahora me enseña el dedo del medio y me ha dicho tal grosería que no la puedo repetir. ¡Ay, te está apretando la garganta! Si pudiera te ahogaba, eh.
Yamila se protegió instintivamente el cuello con las manos y miró a todos lados, como si quisiera distinguir a su asaltante invisible.
—¿Y usted podría hacer algo para ayudarme? —le preguntó a Encarnación.
—Claro, nena, para eso me han dado poderes mis espíritus protectores. Mira, para empezar, te voy a santiguar con unas gotas de Siete Potencia y Espanta Muerto —y diciendo y haciendo, roció a mi hermana con un líquido amarillo que venía en una botellita plástica—. Además, vamos a rogarle al Arcángel Miguel para que te proteja con su espada, a San Germán para que chamusque a tu enemigo con el Fuego Violeta y a la virgen de Fátima para que te emburuje con su manto. ¡Siacará, evohé, espíritu santo, orishas, amén Jesús!
A mí aquella ensalada de religiones no acababa de convencerme, pero Encarnación había dado pruebas fehacientes de su mediunidad. La verdad, señores, es que no había forma humana de que aquella mujer supiera que el Estrella se había pasado el viaje disfrazado con todo y su pelucón rubio.
Luego siguió un ceremonial que, por no dejar fuera a nadie, incluyó una danza azteca y una invocación a la Pachamama. Yo no dije ni pío y me quedé muy quietecita en mi rincón, guardándome las opiniones que no me habían pedido.
Encarnación acabó sudada y despeluzada luego de haber bregado con quién sabe qué entidades oscuras, y yo con doscientos dólares de menos, cargados a mi tarjeta VISA porque los exorcismos no son gratis en este país. Pero si Yamila se curaba lo daba por bien empleado. Salimos de allí con un surtido de polvos espanta espíritus, lociones abre caminos, azabaches contra el mal de ojo y otra porción de amuletos antidiablos que nos endilgó Encarnación.
—¿Ya te sientes mejor? —le pregunté a Yamila cuando llegamos a su casa.
Mi hermana no había abierto la boca desde que salimos de Las olas de Yemayá.
—Algo más aliviada —me contestó con un hilo de voz—. Fíjate que el dolor de cabeza se me quitado como por encanto.
—Sin el “como.” El encanto es el negocio de Encarnación.,
—Dios la bendiga. Gracias por llevarme, mi hermana.
—De nada, chica. Pero coño, mira que este mundo está lleno de malagradecidos. Ni los espíritus se salvan.
Yamila no dijo nada y se mordió los labios.
—Después que ayudaste al tipo ese y que lo trajimos aquí para que empezara una nueva vida…después de todo eso, ¡mira que pasarse la muerte fastidiándote! —exclamé—. Vaya, parece que sí murió en el North Star cuando encalló allá en las Azores, pero ¿qué culpa tienes tú de eso? ¿Acaso no fue idea suya el regresar a Barcelona? ¿Por qué no se quedó en Miami como acordamos al principio?
—Es que…Peter Estrella no volvió a Barcelona —murmuró mi hermana.
—¿Cómo que no volvió? La última vez que lo vimos, cuando estábamos tratando de ayudarlo a inventar una mentira que convenciera a los oficiales de inmigración, nos dijo que “ya había cocinado un plan mejor”. ¿No te acuerdas? Y nunca bajó a tierra. Porque si lo hubiera hecho, nos habríamos enterado ¿no? Un cubano que solicita asilo desde un trasatlántico no es cosa de todos los días, lo habrían sacado en el periódico…
—Peter no solicitó asilo —me interrumpió Yamila— pero tampoco regresó a Europa.
—¿Qué sabes tú, mujer?
Mi hermana abrió la botella de Siete Potencias que le habíamos comprado a Encarnación y comenzó a rociarse manos, cuello y rostro con una poción que olía entre agua de violetas y ron peleón. Luego empezó a contar, desenredando la madeja de sus recuerdos como un ovillo de hilo oscuro y pegajoso que se le iba quedando entre los dientes mientras hablaba:
“Aquella mañana, la última que pasamos en el barco, después que Peter nos dijo que no iba a bajarse con nosotras, tú te quedaste en la cabina y yo salí con el pretexto de desayunar algo antes de desembarcar. En realidad, salí a buscarlo. Lo encontré en la tercera cubierta del barco, paseándose muy tranquilo, con un vestido minifalda y las cejas depiladas como toda una señoronga. No había nadie más por allí. Casi todos los pasajeros estaban arreglando sus equipajes.
—¿Por qué me has hecho semejante mierda? —lo enfrenté.
—¿Qué mierda? —trató de hacerse el bobo.
—Entiendo que ya no estés interesado en mí —le dije—. La verdad, tú tampoco me importas tanto. Yo feliz de la vida de dejarte aquí y que te las compongas como puedas. Y si te da la gana de regresar a España, es asunto tuyo también. Pero al menos podrías haberte ahorrado la grosería conmigo y con mi hermana y ser un poco agradecido, ¿no?
Se encogió de hombros y me soltó un rabazo con la peluca rubia, un golpe que me dio en la mejilla. Para más insulto, empezó a cantar “En paz” con voz enronquecida y a ritmo de guaguancó:
—Vida, nada te debo, vida estamos en paz —hizo una pausa y me guiñó los ojos con burla—. “Vida” eres tú, para que lleves carta.
Se volvió de espaldas a mí. Y no pude aguantarme. A pesar de que había comido como un cerdúpeto, matándose las tres varas de hambre que traía cuando se embarcó en Barcelona, el Estrella era todavía un tipo flaco, con más piel que músculo y más pelo (postizo) que masa corporal. Lo agarré por las piernas y con toda la furia que llevaba encima lo lancé de cabeza al mar.
Se hundió enseguida. Supongo que se dio de cabeza contra las piedras del fondo, porque ya estábamos en la bahía y no estaba profunda el agua, así que bien habría podido salir a flote y nadar hasta la orilla. Pero nada, le llegó su hora. Los tiburones, que dicen que ahora están atrevidísimos, se ocuparon del resto.”
Yo me había quedado petrificada. El olor del menjunje que Yamila había esparcido en el aire llenaba el ambiente y se me metía por la nariz, me bajaba basta los pulmones y me subía de nuevo hasta el cerebro, llenándolo de niebla.
—Entonces ¿tú…? —murmuré.
—Sí, yo misma —se miró los dedos, que tenía cruzados como en rezo sobre la botella de Siete Potencias— con estas manos que se va a tragar la tierra, igual que a él se lo tragó el mar.

 

Teresa Dovalpage
Nació en La Habana y vive en Taos, Nuevo México. Tiene un doctorado en literatura. Es profesora de la universidad y periodista; escribe en inglés y español. Ha publicado ocho novelas, entre ellas Muerte de un murciano en La Habana (Anagrama, 2006; finalista del premio Herralde), La Regenta en La Habana (Edebé, 2012), A Girl like Che Guevara (Soho Press, 2004), El difunto Fidel, Premio Rincón de la Victoria 2009 (Renacimiento, 2011), Orfeo en el Caribe (Atmósfera Literaria, 2013) y El retorno de la expatriada (Egales, 2014) así como tres colecciones de cuentos.

 

"La suerte del polizón" enviado a Aurora Boreal® por Teresa Dovalpage. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Teresa Dovalpage. Foto Teresa Dovalpage © Delio Regueral. Carátula de la novela El retorno de la expatrida © cortesía Egales. Editorial Gai y Lesbiana.

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