La caracola

antonio moreno 258Creí conveniente pasar algunos días con mi madre. Los viajes constantes al extranjero, también el hecho de residir en una ciudad al sur de país, impedían que yo viajara con la frecuencia deseada, porque sabía que tras la muerte de mi padre, luego de la fricción y posterior ruptura con Julia, mi hermana menor, no sólo desencadenó un desconcierto familiar que nos partió a todos por la mitad, sino que sumió a mi madre en un hoyo de depresión profunda, generando inestabilidad y caos, por lo que temí lo peor. Aproveché la oportunidad de que la empresa donde trabajo actualmente como jefe del departamento de optometría, me otorgó para mi asombro tanto la promoción que había solicitado desde hacía un par de años, resultado de los méritos, como un viaje pagado a cualquier parte del mundo. No lo podía creer, tampoco lo pensé dos veces. Mi madre vivía sola desde hacía casi diez años. Y yo, recién divorciado, sin hijos ni responsabilidades domésticas, podía pasar días enteros a su lado.
Se resistió pero al final tuvo que doblegarse. Aceptó la compañía de una trabajadora doméstica para cuidarla todos los días, al tanto de sus medicamentos y achaques, de la misma manera caminar por el parque o ver las noticias juntas. A dos días de mi llegada me preguntó si quería acompañarla al cementerio. Primero, dijo condescendiente, compraríamos flores en el mercado y después, pasaríamos por mis hermanas, que viven a mitad de camino, relativamente cerca una de la otra. Ellas tenían el mismo tiempo que yo—cinco años exactamente—de no visitar la tumba de nuestro padre, llevar flores y conversar un rato con él. Mi madre las llamó para confirmarles que conduciría el auto que había sido de mi padre, un Volkswagen sedán, color azul magenta, fabricado en el mismo año de mi nacimiento. Una de ellas le dijo que tomaría un taxi rumbo a la florería porque sabía elegir como nadie los mejores crisantemos, gladiolos y azucenas para decorar la tumba, que imaginé tapizada de hojas secas, con hierba abundante alrededor. La última vez que lo visitamos, comimos y tomamos lo que a él le gustaba. En ese entonces nos acompañó Julia, nuestra hermana menor, de quien aún no sabemos nada. Ya en el auto, además de percatarme que la máquina no había sido activada en mucho tiempo, mi madre me recomendó, y usó la palabra encarecidamente para convertir esa simple súplica en un arma infalible, no preguntar nada sobre Julia, menos invocar su nombre ante ellas.
—Carlos viene cada mes a encender el motor. Dice que para que no se eche a perder.
—Lo creo, le dije.
—Lo conozco muy bien. Si es sobrino de tu padre, dijo con malicia.
—¿A qué viene eso?, pregunté mientras tomaba una calle lateral que nos llevaría directo al mercado.
—Quiere escuchar que yo le diga que el auto puede quedárselo, dijo.
Iba a continuar, pero la interrumpí.
—¿Y por qué no? Si no conduces ya. Carlos es el único de la familia que te visita, traté de reconvenirla con más tacto que voluntad.
—¿Cómo crees? Si es un hipócrita. No me digas que no, dijo.
Guardé silencio.
—Mejor llévatelo tú, dijo.
—No, le respondí. En la ciudad donde vivo, no lo necesito.
Guardó silencio.
Estiré la mano para arrebatarle la cajetilla de cigarrillos que extrajo de la bolsa.
—Ni uno más. ¿Me escuchas?, le dije.
Ella ni siquiera opuso resistencia. Observó con la mirada de un maniquí cómo trituré la caja, lanzándola hacia el exterior, con un gesto de irritación.
Era sábado por la mañana y quizá por eso había poco tráfico. No fue ése el último auto que compró mi padre. Le gustaba mucho. Se escapaba a la montaña muy a menudo y volvía días después con bolsas de frutas y legumbres. Además, en esos años se puso de moda el auto pequeño porque la gasolina empezó a encarecerse. Mis hermanas le recriminaron que no hubiese pensado en ellas. Los reproches fueron tomados en cuenta. Para ir a la playa, mi padre tuvo que comprar otro vehículo más grande para que cupiéramos todos, incluyendo al primo Carlos. Del reproche siguió la calumnia. Mi madre insistió por muchos años que el Volkswagen sedán que yo conducía lo había comprado para visitar a una amante, veinte años menor que él, que vivía en una ciudad de las montañas.
Llegamos rápido.
Mi hermana ya estaba allí. Vestía una falda negra, larga, y tenía cubierta la cabeza con una cofia.
—Desde que se casó con ese hombre… Es la tercera vez que se casa, por Dios... Ha empezado a vestirse con esas ropas que la hacen ver mayor, una auténtica señora de pueblo, dijo mi madre cuando me enfilé hacia donde nos esperaba mi hermana, de pie, erguida como una estatua viviente, sin dejar de vernos, a un paso de la florería. A lo lejos la vi más delgada, pero al acercarme cambié de parecer. Se veía mejorada, con esos rasgos imperceptibles en el rostro que sólo la felicidad podría otorgar. Imperceptibles para mi madre, quise decir. De los ojos de mi hermana irradiaba una luz inédita que me serenó. La abracé fuerte y le di un beso en la mejilla.

 

2

 

Luego de verlas entrar en la florería, decidí dar un paseíllo por los aparadores contiguos, quería divagar la mente, no pensar en nada, la separación con Esther había sido agobiante, llena de agravios, silencios, chantajes y victimarios con derecho de réplica. En uno de ellos vi una caracola semejante a la que me acercó mi padre aquel remoto verano cuando siendo un niño descubrí el mar, frente al mar; y yo, ingenuo, preferí el sonido de la caracola, que no juzgué artificial como lo creía mi padre, antes que el mismísimo sonido emitido por el mar, porque me lo pareció más sutil, equivalente al primer beso, a la caricia original. Entré y negocié el precio con la joven encargada.
La caracola era de buen tamaño. Me metí al auto de inmediato porque quería ponérmela al oído, al igual que un teléfono móvil. No escuché el sonido del mar sino recordé la historia de la caracola que mi padre nos narró en el trayecto hacia la playa, la cual volví a contar con omisiones y remiendos una vez que nos juntamos todos, rumbo al cementerio.

 

3

 

El mejor soldado del rey de Isfahán (o podría ser otro reino, no estoy muy seguro con los nombres de los lugares que él usaba al recontar historias leídas), solicitó audiencia en la corte de manera urgente. Hincado ante su majestad, pidió le concediera dos deseos: 1) el caballo más veloz de la cuadra para huir a todo galope, y cuanto antes, porque esa mañana tuvo un mal augurio. Como era la costumbre en aquel lejano entonces, el soldado liberó todos los gatos de la casa, a modo que llevaran consigo ese mal presentimiento, e imploró a su Dios, el infalible, el que todo lo sabe, revertir esa quisquillosa premonición que le había sacudido el alma.
—Concedido, dijo su majestad. ¿Y cuál es el segundo deseo?, fiel vasallo.
2) Que hable usted con la muerte y le solicite mantenerse alejada de mí, porque ayer por la mañana me la topé en dirección a las cuadras, y desde esa fecha hasta ahora no puedo vencer, como si fuese un soldado invencible, la inquietud que me embarga y me hace pensar, aunque yo no lo quiero, imágenes horrorosas que pasan ante mis ojos que podrían ser verdaderas.
Los deseos fueron concedidos.
Antes de que el alba rayara el firmamento, el más temerario y valiente soldado de los ejércitos del rey de Isfahán (o bien podría ser otro reino u otro rey, incluso un presidente), salió a todo trapo rumbo a la segunda ciudad más grande del reino, donde trataría de olvidar el cúmulo de inquietudes que lo empezaron a embargar recientemente; tendría todo a su disposición, paseos en los jardines, alimento exquisito, compañía de doncellas, baños aromáticos, música reparadora y conversación con los sabios de la ciudad que lo ayudarían a concentrarse en temas benignos. Todo correría a cuenta del monarca, quien quería complacer en lo que fuese al insigne guerrero que por osadía suya había logrado conquistar pueblos, villorios y naciones lejanas al entero e inmenso beneficio de la corona.
La muerte acudió a la corte. Iba ataviada con un manto blanco, de una pieza; daba la impresión, por lo vaporoso de la tela, que esa identidad tan extraña y temida, flotaba por los pasillos de palacio. Muchos años después contaban en los zocos y mercados de aldea, la triste ironía, que todos aquellos que la vieron caminar sin tocar el suelo, con la cabeza rapada, sonrisa siniestra, con cambios repentinos en el semblante, y que a un tiempo mostraba el rostro de una mujer, en otro, el de un hombre rústico de mirada severa, e incluso también hacía visajes de esos que son naturales y propios en los infantes, les cayó la extraña maldición de vivir años incontables; del rey se supo que vivió 500 años; tuvo la desdicha de ver caer y renacer su imperio en tres ocasiones.
Con el entendido de que debía de explicar las razones del acoso (en contra del soldado del rey, por supuesto), la muerte se mostró solícita, dispuesta a colaborar y responder los cuestionamientos del jerarca, rodeado de sus sabios más prominentes, entre ellos Jaham Jalid, de origen fenicio, que hablaba todas las lenguas del mundo. La muerte tenía simpatías por él porque había logrado inventar un idioma secreto que el monarca, la familia del monarca y los más allegados de la corte podían hablarlo con extraordinaria soltura y creatividad, escribir poesía y relatos épicos, sin que ella, la muerte, pudiera dominarlo ni comprenderlo, pese a su don de ubicuidad, capacidades de intuición y anticipación.
La muerte hizo la reverencia, pero antes de que el persevante, sosteniendo un caduceo, le ordenara ponerse de rodillas, le advirtió a su majestad:
—Sabes que por mi condición no puedo cumplir con semejante protocolo.
El rey hizo un gesto para que el oficial de armas pasara por alto tal requisito. Y pasó directamente al asunto.
—Te exijo que no tortures a uno de mis soldados, el más temerario que haya formado parte de mis ejércitos jamás. Me ha dado glorias, caudales inmensos. De modo que yo estoy obligado a socorrerlo en estos momentos que él considera incómodos, porque es joven, leal, creyente, y muy digno. A cambio, sugiero visites nuestros calabozos. Mi oficial de armas te acompañará, si así lo desearas. Allí, seguramente, encontrarás gente con deseos irreprimibles de confesarte algo de interés para ti.
—Conozco el camino, majestad, respondió la muerte. Es insólito que hoy, en esta ciudad que forma parte de tu reino inmenso, no haya nadie que tenga cita alguna conmigo.
—Entonces, ¿por qué mi soldado manifestó temor?, preguntó el monarca.
—Majestad, he de confesarte que hoy no tengo cita con ese bravo soldado que mencionas y tanto amas, dijo la muerte. Y añadió, desviándose deliberadamente del tema: —Pasé por tu ciudad intrigado por conocer de primera mano el invento de tu sabio más prominente—.
—¿Cuál de ellos?, inquirió el rey.
—La caracola gigante del mar océano que, con ciertos artilugios modulares para encapsular los ecos y sonidos por largo tiempo, puede retener la voz de quienes hablan, dijo con curiosidad la muerte.
—Estás muy bien enterada, dijo con satisfacción el rey. Pero, dime, preguntó el monarca: ¿dejarás en paz por un tiempo a mi soldado? Porque puedo premiarte con lo que tú desees, trató de persuadirla.
—Ciertamente, tengo una cita impostergable con él mañana por la tarde en la próspera ciudad de Lagash (o bien, podría ser en otra ciudad), a 40 leguas de aquí, respondió.

 

4

 

El sonido del mar me provocó un sopor intenso. A punto estaba de caer en redondo sobre las redes de un sueño placentero, por fugaz, cuando mi segunda hermana me hizo volver en mí tras golpear con sus nudillos el vidrio de la puerta. Me estiré como pude para abrirle la puerta del copiloto. Ella era la más efusiva de todas: me besó, en poco tiempo me hizo docenas de preguntas y lloró de risa; el casamiento enluta, solía decir, sobre todo cuando no hay hijos.
—Decidí alcanzarlos aquí. En lugar de pasar por mí, con lo cual habrían rodado mucho, convendría tomar la carretera a las montañas, cuadras más adelante, dijo.
—Que yo sepa, irnos hacia arriba, llegaríamos al cementerio en cinco horas. ¿No crees?, dije.
—No, al contrario, es una nueva carretera poco conocida, y aunque conduce a los aserradores, a diez kilómetros de las casetas de cobro hay un desvío, dijo. La construyeron hace cosa de cuatro años; pocos saben que esa también nos lleva al cementerio donde está papá, me explicó.
—Lo que ustedes digan, dije.
Interrumpimos la conversación porque timbró su teléfono celular. Ella dudó; preguntó si era el mío.
—No uso teléfonos móviles, aclaré.
Había problemas con la recepción de la señal. Creyó oportuno salirse del vehículo. Quien quiera que fuese, insistió muchas veces. Mi hermana trataba de responder casi a gritos los intentos de comunicación. Levantó los hombros en señal de rendición y enseguida apagó el aparato. En lugar de entrar al auto, fue a encontrarse con ellas en la florería. Acerqué nuevamente la caracola al oído y me pareció escuchar la voz de mi padre; la alusión auditiva me provocó un sobrecogimiento repentino, porque la voz nítida, clara y vigorosa era efectivamente la de mi padre y manaba de allí como si fuese la reproducción de una cinta, puesta en el estéreo de un auto.

 

5

 

deseos de comunidad 303Que mi padre hubiese elegido un cementerio de la montaña y no el de la ciudad, donde están sepultados sus progenitores y los padres de estos, confirmaba que las sospechas de mi madre, expresadas con sarcasmo, a la menor provocación, despojaban sin sutilezas el velo de los beneficios otorgados por la duda de sus hijos, para convertirse con el pasar del tiempo en conjeturas irrefutables. Curiosamente, decía él, en sus momentos chispeantes, que los tuvo, la sospecha suele ser la madre de la política.
El auto se llenó de personas, flores y rosas.
—Espero que a nadie se le ocurra fumar ahora, les sugerí a todas porque sabía que mis hermanas eran empedernidas fumadoras. Y yo, un asmático irredento. Especialmente en ese momento, yo deseaba que mi madre se alejara del vicio heredado de su pareja por cuatro décadas, que adquirió luego de casarse a los veintitrés, con un hombre diecisiete años mayor que ella, y que además vivió tantos años que supusimos, propios y ajenos a la familia, sería para siempre.
Veía por el espejo retrovisor a mis hermanas, en medio de ellas, las ofrendas coloridas para engalanar la tumba de nuestro padre, mujeres que intentaban ser felices pese a todo. Como yo. Me habría gustado ver el rostro de Julia, de la misma calidez que los otros, risueños, con frentes aireadas, ligeramente ovalados, de piel nacarada, idóneos para ser tallados en un camafeo. Ellas, al igual que mi madre, revelaban edades distintas: la edad que proyectaba el rostro era inferior, por lo juvenil y terso, que lo sugerido por el resto del cuerpo. Una rara percepción que jamás había notado entre los míos, no sé si la percepción sea para toda la familia. Un envejecimiento que no era uniforme, en el caso de mi madre, que era la persona de mayor edad.
Susana y Sara empezaron a hablar en la efe, el idioma infantil de la casa, si se quiere. Todos hablábamos en la efe, menos mi madre.
—cafallenfesefe, mifi mafadrefe nofo safabefe hafablarfa enfe lafa efe, porfo vorfo, les dije; sus rostros volvieron a iluminarme de inmediato.
Mi madre, reconcentrada en un paisaje que siempre le pareció anodino, una cadena de árboles infinita, entre tanto, había colocado la caracola en su regazo, indiferente a la algarabía montada entre mis hermanas y yo.

 

6

 

Como cortada a cuchillo, la montaña se partió en dos; de inmediato, dos carreteras se abrieron, la que conduce a las tierras abajeñas y calurosas de la capital del estado, y la otra, a la zona más alta de la montaña, con un denso bosque impenetrable de pinos, adonde mi padre decidió reposaran sus restos en el pequeño cementerio de Ojo de agua. Fue muy difícil contactar con Julia. Tiempo después conocí de boca de mis hermanas el asunto que la había orillado a la ruptura, abandonar la casa y, tajante, cortar comunicación con todos. Recibí la llamada de Carlos en la madrugada, con la voz entrecortada. Anticipé en sus palabras, porque empezaron a deshilvanarse al momento de escucharme, portadoras de una mala noticia. Un sonido agudo cruzó de un extremo a otro mis tímpanos, una aguja al rojo vivo. Volví a la cama desmadejado, era la primera vez que perdía a alguien cercano; además, me era imposible asistir a los funerales de mi propio padre. Hice mil telefonemas. Hasta que di con su paradero. Comprendí que la ruptura entre mi madre y Julia, o cualquier discordia, como la que yo recién había experimentado entonces, tenía un lado ciego, inaccesible para cualquiera; aunque pude conocer el hilo roto a cabalidad, había algo que me era imposible ir más allá de la fisura. No era una pugna entre madre e hija, cosas de mujeres, sino entre tradiciones, visiones de mundo, elecciones particulares, marcadas por el sentimiento; modos de ser, criterios y la manera de tomar decisiones, en la que yo también he formado parte; por razones que sólo la biología y la genética podrían revelar ante el misterio de la infertilidad familiar, Julia era la única excepción entre nosotros, podía procrear, tener hijos, los que ella quisiera, pero había decidido tomar una decisión contraria a la de mis padres. A medida que trepábamos la cúspide, y empecé a tomar las curvas en espiral para llegar al pueblo, la altitud empezó a doblegarme, de súbito sentí arcadas, un fuerte dolor de cabeza.

 

7

 

Me estacioné en un parador. Mis hermanas también se apearon del auto para comprar frutas de temporada; en mi caso, para vomitar, caminar un poco; mi madre nos veía desde el interior con compasión, con la caracola en las manos, como si se tratara de una mascota; yo también a ella, la vi llevarse la caracola al oído y, mediante un gesto para contener un evidente estremecimiento, la punta de los dedos a la boca. Un poco más allá del parador, una señal anunciaba una curva pronunciada, y desde donde estábamos, podía percibirse fácilmente una cruz blanca, con cadenas de flores, a un costado del arcén. Esa cruz es por Julián, les dije a mis hermanas, señalándola.

 

8

 

Me lo contó papá.
En Ojo de agua falleció un hombre. Sus familiares deseaban comprar un ataúd de metal y no de madera. Me enteré esa tarde que llegué al pueblo a comprar frutas y vegetales. El hombre murió de septicemia. Ya era viejo. Y muy alto. Me ofrecí llevarlos a la ciudad para comprar el ataúd de metal, porque en el pueblo no había manera de conseguirlo; afortunadamente, llevaba la camioneta.
Me acompañaron dos hijos del difunto. Muy serios. Casi no hablaban. Era entendible. Compraron el ataúd. Yo pagué el resto porque no les alcanzó el dinero. Tuvimos que abrir la puerta de la caja para que cupiera el ataúd, sujetarlo con una soga. Muy fuerte. Uno de los hijos del difunto decidió que iría atrás para evitar algún accidente. Al empezar las curvas se precipitó una lluvia intensa. Vi por el retrovisor que el hombre, de buena edad, abrió el ataúd, se acomodó en él y lo cerró para guarecerse. Antes de llegar a la altura del parador Las nubes, ya había escampado pero empezaba a oscurecer. Como iba a baja velocidad, pude reconocer a Julián, el hijo del peletero del pueblo, pidiendo aventón. Se montó de un brinco. Arranqué, metiéndole la pata al acelerador porque la lluvia nos había detenido el avance.
A pocos kilómetros, a punto de tomar la curva del parador, vi por el retrovisor que el hijo del difunto abría el ataúd, con cautela, como que se había quedado dormido.
No sé cómo pasó.
Pero Julián saltó de la camioneta, despavorido. Tuve que ir al pueblo y volver a la funeraria de la ciudad para comprar el ataúd del pobre de Julián.

 

9

 

Me sentí más firme al volante. Una de mis hermanas le alcanzó una fruta a mi madre, a quien advertí sus ojos cristalinos. Me conmoví al verla así. Era otra. Sin el ceño fruncido. Sin estar en alerta máxima a las palabras de los otros. Sin el veneno en sus respuestas. Me dieron ganas de abrazarla. Pero me tragué el deseo. No hice más que repetir una ocurrencia. Les dije que visitar la tumba de un ser querido era un acto sobrenatural, empezaba desde la invocación de un muerto, cuyos despojos están allí, a metros bajo tierra; porque uno habla con él o con ella, porque pasan por tu cabeza imágenes suyas en momentos memorables, incluso, de angustia; recuerdas allí cómo se reía, cómo hablaba, cómo caminaba, qué comía, cuáles eran sus palabras favoritas. ¿A poco no?, les pregunté.
—No cabe duda que estás más loco que tu padre, dijo mi madre, desplegando las velas de una sonrisa que no habíamos visto en años. O quizá nunca.

 

10

 

Llegamos al cementerio. Rodeado de árboles. Nada de lo que predije resultó cierto, la tumba de mi padre estaba limpia; nos extrañó que sobre la lápida había flores rojas y blancas aún frescas, en un recipiente de plástico. También, cenizas de cigarrillos, y colillas alrededor, algunas de ellas manchadas de un pintalabios rojo. Como acto reflejo, los tres volteamos a ver a mi madre. Tenía la caracola pegada al oído.

 

antonio moreno 350Antonio Moreno
México. Ensayista, narrador, cronista y colaborador en suplementos culturales en periódicos de la ciudad de México. Es Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Periodismo, por la Universidad Autónoma de Chihuahua con una Maestría en Creación Literaria, en la University of Texas at El Paso; concluyó sus estudios doctorales en la University of Kansas. Ha impartido clases en UTEP, Barton College (North Carolina) y actualmente es profesor-investigador en The University of Texas of the Permian Basin (UTPB). En 2014 compiló Road to Ciudad Juárez: crónicas y relatos de frontera y en 2015 publicó su primer libro de ensayos titulado Deseos de comunidad: el personaje intersticial en la novela y el cine de los noventa en México.

 

"La caracola" enviado a Aurora Boreal® por Antonio Moreno. Publicado en Auroa Boreal® con autorización de Antonio Moreno.  Foto Antonio Moreno © Andrés Núñez.

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