Presagio: Tres cuentos ilustrados de Claudia Neira Rodas

Presagio: Tres cuentos ilustrados

La profecía de la lechuza

Tyto alba o lechuza de campanario. Normalmente anidan en lugares bastante altos, como las torres de las campanas de las iglesias, de ahí su nombre. Su cara es plana, sus ojos son negros y pequeños, su pico es como un delgadísimo dedo que termina en una garra fina. Sus plumas suelen ser blancas con ligeros toques de un marrón entre claro y oscuro, dependiendo de su tipo. Son muy hermosas, muy elegantes.

Hay una familia de lechuzas de campanario viviendo en la parte alta de mi edificio. La gente de los otros departamentos quieren envenenarlas o matarlas y eso me entristece mucho, porque a mí me encantan. No hacen ningún daño, sólo viven ahí y no han causado ningún problema real. Al parecer la gente tiene miedo de sus chillidos, seguramente los asocian con algún tipo de superstición popular, ya que la leyenda dice que anuncian la llegada de la guadaña. Si investigaran un poco más, descubrirían que no sólo están asociadas con la oscuridad o la muerte, sino también con la sabiduría. Algunos pueblos aborígenes de Australia, por ejemplo, piensan que representan la esencia de las mujeres; los griegos le confirieron a la lechuza el honor de ser compañera de la mismísima diosa Atenea. Son animales que cazan sus presas como cualquier otro para poder sobrevivir. Me irrita pensar que una leyenda tonta ponga en peligro la existencia de estas majestuosas aves.

Hace dos noches estaba leyendo en mi habitación, cuando un ruido extraño en mi ventana, como un abrupto golpecito, me sobresaltó. Un poco asustada, ya que un impacto en la ventana de un quinto piso en medio de la noche, por leve que sea, no es algo muy común, aparté un poco la cortina para asegurarme de que nada o nadie estuviera ahí y que hubiera sido únicamente mi imaginación. Muchas posibilidades absurdas pasaron por mi mente, probablemente por los nervios de encontrarme sola.

Al primer vistazo, me pareció que no había nada. No supe si alegrarme o asustarme más, porque ya en ese momento estaba segura de que el ruido había sido real. Investigué el entorno con mayor detenimiento y, en un segundo, me encontré de frente con dos enormes pupilas negras que me miraban fijamente. La impresión me hizo soltar un grito, di un brinco hacia atrás, perdí el equilibrio y caí. Mi alarido sorprendió a mi inesperada visitante, movió las alas como si fuera a volar, pero se volvió a posar en mi ventana. Sentada en el suelo, observé a mi alrededor: la cama alborotada, las cortinas abiertas y una lechuza mirándome a través del cristal. Me causó mucha gracia el haberme asustado de tal manera por algo tan pequeño como un ave en la jardinera de mi ventana.

lechuza 1Cuando me puse de pie, la lechuza estaba todavía ahí. Tomé una manta y me envolví en ella, abrí la ventana y no se asustó por mi cercanía. El aire frío me hizo parpadear un poco, los residuos de polvo me hicieron lagrimear. Era una noche más bien oscura, unas nubes entre azul marino y rosado pálido escondían cada cierto momento una gran luna llena. En la esquina, justo al lado de las flores que no se habían secado aún a pesar de mi descuido, estaba la lechuza de perfil. Mi movimiento pareció alertarla y se volteó para mirarme. Sus ojos se veían tranquilos y volvió su vista hacia abajo, como si no le interesara para nada mi compañía. Hacía mucho frío, pero yo estaba casi hipnotizada por el ave parada a menos de un metro de mí. Parecía como si estuviera descansando después de una larga jornada. Pensé en todas las cosas que ella haría durante las veinticuatro horas. ¿Dormía durante el día? ¿Cuidaba de sus huevos o de sus pequeños hijitos? Cazaba, de eso estaba segura, lo había leído, y conocía que una amiga les tenía bastante antipatía porque una de estas aves de presa se había comido a una de las crías de su gata. Las lechuzas comen pequeños mamíferos, pero normalmente les resulta más fácil conseguir roedores.

Tuve un nuevo sobresalto cuando la lechuza movió sus alas por segunda vez; me dio la sensación de que se acomodaba como si estuviera disfrutando de su pequeña parada en mi ventana. Eso me hizo sentir extrañamente feliz, como si yo fuera una buena anfitriona. Acomodé la manta hasta que sólo mi rostro fuera visible. Temía que el viento helado me pudiera provocar un terrible resfriado si no tenía cuidado. Me preguntaba la razón por la que la sorprendente ave no se iba sabiendo que yo estaba ahí. Tal vez ya se había acostumbrado a la presencia de los humanos, o tal vez yo no representaba un peligro para ella. Recordé cuando mi pareja y yo luchamos para evitar que los vecinos las mataran, fue entonces cuando investigué tanto sobre su especie. Aquellos tiempos en los que todavía él estaba aquí…

–Llegas tarde– le dije en voz alta. El ave volteó un poco su cabeza, como asegurándose de que había sido yo la que estaba hablando. –Si hubieras llegado hace unos meses a pararte en mi ventana, tal vez hubiera creído eso de que anuncias la muerte.

No hubo respuesta, afortunadamente para mi estabilidad mental.

–Tal vez si hubieras anunciado su muerte, hubiera estado preparada y tendría a algo... o a alguien a quién culpar. Pero fue un accidente, ni la pobre paloma ni tú tienen nada que ver.

La lechuza lanzó un chillido aterrador, aleteando con fuerza para tomar vuelo y se fue. Me sentí un poco frustrada por su abandono, tal vez debí tomar una fotografía. Nadie me iba a creer que un ave como esa llegó en medio de la noche a golpear mi ventana y darme un poco de consuelo con su compañía. No, nadie iba a creerlo.

 

***

 

Contemplación regular

Un petirrojo. Resultaba tan fácil de reconocer por el color de las plumas de su pecho. Parecía ser bastante joven y estaba parado, totalmente solitario, en una rama del árbol que daba justo a la ventana de su oficina.

Mientras él tecleaba con ritmo, concentrado en su trabajo, el pajarillo estaba ahí, mirándolo. Cada cierto tiempo detenía sus labores para cerciorarse de que continuaba presente. Efectivamente no se había ido.
Al siguiente día le pareció una coincidencia encantadora verlo en el mismo lugar. Escribió aburridos reportes, hizo cuentas, corrigió las desastrosas diapositivas de sus jefes, y aun así se sintió alegre bajo la constante mirada del pequeño petirrojo.

El tercer día hizo una pausa a la redacción de su reporte estadístico y abrió una nueva pestaña en su buscador de internet para teclear “simbología de los petirrojos”. La información fue interesante: “un animal que trae felicidad, guía a la sabiduría, da claridad y tiene el poder de la canción”. Según otra página, “tiene su pecho rojo porque la sangre de Cristo le salpicó al arrancar una espina de la corona”. Muy simbólico. También representa la llegada de la navidad, por su época de migración. Mientras más buscaba, más cosas maravillosas encontraba sobre el peculiar animal; comía insectos o lombrices, no se asustaba con facilidad de los humanos y curioseaba en los jardines en busca de alimento sin importarle la compañía.

El cuarto día, el oficinista empezó a sentirse inquieto. Ya no se sentía acompañado como por un fiel amigo. Se sentía observado, se sentía analizado, se sentía prácticamente juzgado. La mirada fija al otro lado del vidrio le pareció insoportable. El petirrojo estaba ahí, con sus ojos inmóviles sobre él. ¿Qué esperaba? ¿Qué hacía en aquel lugar? ¿Por qué regresaba a diario? Porque, si había algo de lo que estaba seguro, es que era el mismo pájaro de los días anteriores. No era uno diferente, tenía la certeza.

Petirrojo 1Una semana después, el café era lo único que le ayudaba a que dejara de temblar. Su novia estaba increíblemente enojada porque no la dejaba dormir al levantarse innumerables veces por la noches. Él no se sentía capaz de contarle sus pesadillas, fingía que sólo iba al baño a lavarse la cara. Pero nada funcionaba, sus ojos estaba inyectados de sangre y su mente no podía concentrarse en nada. Había salido a espantar al indeseable bicho, pero en cuanto se sentó en su escritorio, el antipático pajarraco estaba de nuevo ahí. Intentó cubrir la ventana, evitar su mirada, pero cuando la curiosidad lo vencía, lo descubría, observándolo.

Los compañeros de trabajo, sus jefes, su familia, su pareja, todos estaban preocupados por sus recientes acciones. No dormía bien, apenas si comía, le resultaba imposible concentrarse en nada, e incluso espiaba compulsivamente por cualquier ventana para comprobar si era perseguido, pero el petirrojo estaba sólo en la de su oficina. Cuando se le preguntaba sobre su extraño estado de nerviosismo, se negaba a aceptar que hubiera algo que lo estuviera molestando. No podía arriesgarse a decir que un petirrojo que se posaba todos los días cerca de su ventana lo estaba acechando: todos pensarían que estaba loco. Así que se refugió en la excusa del estrés.

Pero los días siguieron pasando y su estado empeoraba. Parecía evidente que el exceso de trabajo era lo que lo estaba consumiendo, él siempre había sido un excelente empleado, no podía descuidar su salud y sería preferible que rompiera por unos días con la rutina. Sus jefes prácticamente lo obligaron a tomarse un descanso.

Salió de la oficina antes de su hora normal con el papel sellado por el departamento de talento humano en el que se certificaba su baja temporal por motivos de salud. El hombre se veía nervioso y descontrolado, como un paciente de psiquiatría que hubiera sido expulsado al mundo exterior sin ninguna protección.

Antes de marcharse se aseguró varias veces de tener consigo su tarjeta del metro, su billetera, su celular, su computadora. Y entonces empezó a caminar, pero lo hizo de una manera extraña: abrazado a su mochila como si se tratara de un ser querido. Así no quisiera, tenía que pasar cerca del lugar donde estaba el petirrojo. Echó un vistazo al lugar, el ave, como siempre, seguía ahí, mirando fijamente algo. Si él ya no estaba en la oficina ¿qué estaba mirando? Se fijó entonces en la ventana, no había nada. Pero había alguien. Justo en la jardinera que quedaba al pie, un trabajador estaba excavando, probablemente para hacer algún arreglo. De inmediato su mente recordó un dato muy importante sobre los petirrojos. Suelen acercarse a los lugares con humanos, sin temor, cuando la tierra es removida, porque les resultaba más fácil conseguir comida, como gusanos o insectos. Ésa es era la razón por la que el petirrojo venía todos los días, esa era la razón por la que no se movía de ahí. Estaba esperando el momento perfecto para buscar alimento.

La sensación del alivio fue tan grande que hizo desaparecer el terrible peso que había estado cargando por tanto tiempo. Había una explicación razonable, no se estaba volviendo loco, sólo había malinterpretado y exagerado algo tan cotidiano como un pájaro buscando alimento. El corazón le latió con alegría, emocionado por el consuelo de saberse libre de una maldición.

Retomó el camino, con el paso calmado esta vez, y se colgó la mochila al hombro. Tenía el cuerpo cansado, pero, de modo paradójico, agradablemente liviano. Se había desprendido de cualquier pensamiento o sensación negativa. Estaría de vacaciones por unos días y regresaría como nuevo. Tal vez, realmente había estado aturdido por el exceso de trabajo y la paranoia era un efecto secundario de su fatiga. ¡Sí! Seguramente era eso. Dirigió una última mirada hacia su ventana, quería despedirse de su pobre amigo, que tantos problemas le había traído sin querer hacerlo realmente. En la puerta de entrada, se volteó alegremente con la intención de hacer un gesto de adiós. El petirrojo seguía en su lugar, pero ahora lo veía de frente. Todo el peso de la preocupación, el miedo y la agonía regresaron de golpe a su cuerpo y le impulsaron a retroceder aterrorizado. El chirrido de las ruedas del gran camión y la estruendosa bocina no pudieron alertar a tiempo al perturbado oficinista del inevitable y mortal golpe.

 

***

 


Óbito pendiente

as palomas blancas son consideradas casi universalmente como el símbolo de la paz. En la mayoría de culturas tienen buena fama: representan la fertilidad, el amor o la fidelidad. En nuestros tiempos, en cambio las palomas son vistas por mucha gente, sobre todo en las ciudades, como un fastidio, una plaga o una perversa referencia para insinuar que alguien no es precisamente inteligente.

De niña me encantaba asustarlas e insistía, para justificarme, que en otra vida debí ser un gato y por eso disfrutaba tanto cuando las correteaba. Conforme crecí, moderé esa costumbre porque empecé a experimentar un súbito complejo de culpa por alterar de ese modo a las pobres aves, hasta que finalmente dejó de parecerme gracioso o divertido molestarlas. Aunque quién sabe cuál fue la verdadera razón de mi cambio.

Todos los días me toma entre diez o quince minutos ir desde mi departamento hasta la parada del metro y en el camino hay muchos detalles que se han convertido en parte de mi rutina.

El hombrecito verde del semáforo con aquellos números amarillos encima de él que me invita a cruzar la calle; la grieta en el piso cerca de la tienda de comestibles que siempre evito para no tropezar; el hombre que sale a fumar por las mañanas y me saluda todos los días haciendo un gesto amable mientras prende el tabaco y las palomas blancas que me acompañan. Hay una o dos que últimamente reconozco sin la menor duda, porque han ensuciado su níveo plumaje en algún lugar mugriento. La una tiene una mancha negruzca de una sustancia pegajosa, como petróleo, en el pecho y la otra en el ala derecha, respectivamente. Pensar que permanecerán sucias me provoca angustia e impotencia.

Es gracioso ver cómo las palomas se han acostumbrado a nuestra compañía y se sienten cómodas a nuestro alrededor mientras nosotros las vemos como un fastidio. Si soy sincera, a mí me gusta saber que están ahí afuera y que, cuando vaya a salir, me acompañarán en algún punto hasta mi estación.

paloma 1Hace dos días dejé mi departamento con un poco de apuro y la preocupación de llegar tarde arruinó por completo mi camino habitual. Crucé mirando a los dos lados, en vez de contar en mi mente los números amarillos del semáforo que iban en reversa; como nunca, pisé la grieta que tantas veces había esquivado y sentí un pequeño dolor punzante en mi tobillo; el hombre del cigarrillo no alcanzó a verme porque yo avanzaba más rápido de lo normal y ninguna paloma se atrevió a seguirme el paso. Fue un alivio para mí, después de saltarme todo mi rito, que una blanquísima compañera se parara a mi lado. Me causó mucha gracia verla junto a mí con semejante tranquilidad y elegancia, como si supiera perfectamente que tenía que esperar a que el hombrecito verde apareciera para poder cruzar al otro lado. Bajé la mirada y la imagen de la pequeña ave empezando a avanzar, balanceándose con sus patitas rosadas, me dio una ternura que me resulta difícil de explicar.

Un par de muchachos cruzaron imprudentemente un poco antes de que el semáforo se pusiera en verde para los peatones, y el pichón fue detrás de ellos con pasitos rápidos y seguros. La luz cambió y yo ya había dado un paso sobre el asfalto, cuando un auto cruzó por la avenida a toda velocidad, sin importarle las señales de tránsito. El impacto fue seco, inmediato, brutal. Una pequeña mancha de sangre quedó al lado de la cabecita tendida en el piso. La avecilla formaba un pequeño ovillo con las patitas rosadas hacia arriba. Mi reacción de total horror se manifestó en un ahogado quejido que terminó en un sollozo. Con ambas manos sobre mi rostro y los ojos humedecidos, fui, incomprensiblemente, el blanco perfecto para la burla de las personas que estaban a mi alrededor, un par de hombres incluso se rieron de mi consternación.

En el trabajo las cosas no fueron muy distintas; mi trágica historia causó más risas que pesar, lo que me provocó una honda desilusión. Era muy irónico que una paloma blanca muriera a causa de un atropello perfectamente evitable y que eso se considerara gracioso. A mí no me lo parecía. El día entero me sentí descompuesta, perseguida por la imagen de la muerte frente a mis ojos. Si hubiera cruzado sin tomar las debidas precauciones hubiera podido ser yo, y no estoy del todo segura que la impresión de las personas a mi alrededor hubiera sido distinta entonces. No podía entender cómo un ser vivo, que pocos instantes atrás estaba palpitando junto a nosotros pudiera malograrse de ese modo y que su muerte no causara impacto en casi nadie. Tuve que forzarme a ahuyentar mis pensamientos negativos acerca de la apatía de las personas y me centré en mi trabajo el resto del día.

Cuando regresé a casa, me bajé en la siguiente parada y fui por otro camino. No quería pasar por aquel triste escenario nuevamente y que las molestas y perturbadoras imágenes me atraparan otra vez. Al llegar comenté lo sucedido con mi pareja y me llenó de increíble alivio verlo tan consternado y preocupado como yo me sentí. Criticó duramente a las personas que se rieron de mi reacción y besó mi frente insistiendo con palabras dulces que yo era una persona demasiado sensible para este mundo deshumanizado.

–Gracias, por calmar mis ánimos– le dije abrazándome a él.
–Por primera vez en el día me siento realmente consolada. Quiero quitarme de la cabeza la idea de ver toda esta situación como un mal presagio.

–¿Un mal presagio, dices? No pienses esas cosas– replicó su novio, el joven oficinista.

***

 

 

claudia neira 275Claudia Neira Rodas
Ecuador,1992. Estudió la carrera de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad Estatal de Cuenca, graduándose con sobresaliente. Posteriormente, fue profesora del departamento de idiomas en la misma institución. Actualmente, está cursando el Máster Oficial de Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Claudia Neira Rodas. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Claudia Neira Rodas. Fotografía Claudia Neira Rodas © Claudia Neira Rodas. Ilustración 1: Lechuza  © Claudia Neira. Ilustración 2:  Petirrojo © Claudia Neira. Ilustración 3: Paloma © Claudia Neira.

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