El violín del diablo

marcelo_ramn_009Para Raúl González Tuñón

El sol le golpeaba la cara con furia mientras el gusto de la sangre en la boca lo ahogaba. La saliva, pegajosa e inmunda, le colgaba de la comisura de los labios. Los sonidos de

la calle le llegaban desde muy lejos deformados por los gritos de niños que corrían detrás de un cerdo mientras las mujeres insultaban a sus maridos que reían en compañía de las prostitutas. Todo aquello le resultaba extraño, ajeno a su realidad de funcionario gris. Abrió, no sin temor, los ojos, como esperando acabar con aquel mal sueño. La calle de adoquines se le presentaba confusa. Larga e incierta, la calle se perdía en una esquina. Sentía el dolor que le calaba los huesos. Se trató de incorporar, no sin dificultad. Alguien se le quedó mirando mientras daba voces a otros hombres que guardaban silencio, hipnotizados por la imagen del cadáver de un perro comido por los gusanos. El hombre, ahora sentado en el cordón de la vereda y con los pies en el agua putrefacta y las manos colgando como ramas de árboles, pudo ver caras deformadas por el tiempo y el alcohol. Sintió el vértigo del aliento a podrido de los que ahora le estaban hablando mientras dos manos, grandes, fuertes, ásperas, lo levantaron con asombrosa facilidad provocando risas con dientes negros, marrones, que se iban cerrando alrededor del hombre. Sintió el mareo. Vomitó una bilis marrón. Un grupo de perros no demoró en lamer aquella materia caliente con trozos de carne que apestaba a basura acumulada a través de los años. La imagen de aquello le causó unas ganas enormes de huir mientras las voces le decían algo que no podía entender. Ensayó una explicación. Desistió al notar la dificultad de la lengua para artícular las más simples palabras. Prefirió perderse entre aquella muchedumbre que pasaba cantando cosas que jamás entendió.

Marcelo Ramón uruguayo de nacimiento pero danés por adpoción. Vive en Dinamarca desde 1995. Es licenciado en Letras con especialización en Literatura Argentina siglo XIX y XX por la Universidad de Copenhague*
Tal vez la monotonía de sus actos, aquellos que conformaban su vida, lo habían llevado a una esquina desierta, a una mujer que no esperaba a nadie, a un laberinto de calles sin nombres y mal iluminadas, a la entrada, incierta e inquietante, de un edificio antiguo, a escaleras de mármol y pasamanos de hierro donde el olor a orín y excremento lo había mareado, a un corredor donde le pareció ver caras de otro tiempo, a una puerta que se abría y descubría una mesa ratona, una cama, una luz que colgaba desde el techo. La mujer no era linda y en los ojos había cansancio, resignación y rutina. La mujer empezó a sacarse la ropa con un erotismo poco verosímil. El hombre, sin mirarla, se tumbó en la cama. Se desnudó con lentitud, sorprendido por la poca timidez que había mostrado una vez que cruzó la puerta del departamento. Tal vez empezaba a descubrir algo nuevo; como si acabara de darse cuenta que algo había permanecido oculto todos estos años de empleado de oscura oficina de ministerio. El hombre fornicó con un gusto que jamás pensó podía sentir. Luego, la mujer fumaba apoyada contra el respaldo de la cama mientras que con el pie izquierdo le acariciaba la espalda, mientras él permanecía sentado al borde del colchón. Absorto en una suerte de pensamiento que lo llevaba al mismo sitio, el hombre sintió el vértigo de la repetición que se le instalaba en las tripas. Este acto, este último acto pasaría a ser, irremediablemente, uno más en la larga cadena de actos que formaban su vida. Esto había sido nuevo, pero ahora el hombre lo agregaría a la lista de acontecimientos convirtiéndolo en algo que bien podría suceder una vez por semana. Y eso no podía permitirlo. La mujer, que minutos antes lo había servido y que ahora mira el techo con ojos de nada, se había convertido en otro de esos repetibles, monótonos y predecibles actos de su vida. Comprendió, en una suerte de caída a un precipicio, lo terrible de levantarse todos los días a la misma hora; afeitarse y bañarse y vestirse; desayunar lo mismo todos los días: dos tostadas con mermelada de higo y café sin azúcar; viajar apretado en la línea T del tren que lo llevaría a su trabajo en el centro de la ciudad; los obligatorios saludos a los jefes y los habituales comentarios de los escribanos sobre las últimas noticias del acontecer nacional; acomodarse en su escritorio donde con movimiento mecánico empezaría a sellar los mismos formularios durante ocho horas al día: sello azul para los trámites sin urgencia, sello rojo para los trámites con urgencia; la hora del almuerzo donde miraría a la muchachita del bar y hoy tampoco le diría nada; de vuelta a la oficina hasta la tarde donde saldría a tomar el café con los amigos en el mismo lugar de siempre; llegar a la casa para comer en una mesa con un solo plato que la empleada había dispuesto servilmente; la feria de los sábados donde compraba la comida para toda la semana; la visita de los domingos en casa de sus padres, en el campo; los lunes donde todo se volvía a repetir en una suerte de movimiento circular. Y ahora aquella mujer se sumaba, indefectiblemente, a esos actos que tanto lo atormentaban y lo perseguían. Tal vez por ello el hombre se acercó lentamente a la mujer que ahora estaba dormida y, lentamente, le apretó el cuello. Los ojos de la mujer que se abren y ven la muerte en los ojos del hombre que se afirma para sacarle el último respiro de vida que le queda.
*
Excitado por la emoción el hombre corre por callejones, calles angostas, se confunde en un laberinto imposible conformado por sombras, animales, pedazos de seres humanos. Bebe en bares con gente que lo desprecia por no poder hablar su misma lengua ni comprender sus códigos; pelea para sentirse hombre y sentir el dolor de los puños que le pegan en el rostro y los pies que le patean hasta la inconciencia para dejarlo tirado en una esquina cualquiera de una ciudad que no es la suya y que jamás conocerá hasta el otro día donde el sol le golpea la cara con furia mientras el gusto de la sangre en la boca lo ahoga.

 

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