Milciádes Arévalo - "Alina y el fuego"

Memoria iluminada, galería donde vaga
la sombra de lo que espero.
Alejandra Pizarnik

 

Poco antes del amanecer soñé con un tigre de hermoso pelaje sangrando por un costado, mas parecido a la imagen del dolor que a una fiera. Le conté a Marsolaire. Ella dedujo que el tigre era yo tratando de evadirme de las responsabilidades del hogar y que las heridas no eran más que simples remordimientos.

—¿No tendrás algún enredo por ahí?

Siempre me preguntaba lo mismo y mi respuesta era invariable:

—Eres lo más afortunado que me ha dado la vida, ¿por qué habría de cambiarte por otra?

Después de desayunar me puse un clavel en la solapa y salí rumbo al trabajo como todos los días, esquivando pordioseros y carros, saltando charcos y basuras acumuladas en los andenes. Un sol radiante bañaba las calles y todo parecía recién pintado.

Cuando entré al edificio donde laboraba, al ver a Alina me comenzaron a salir unos miserables humitos por las orejas, pero no me preocupé: había días en que comenzaba a echar humo desde mucho antes de entrar a trabajar y sólo venía a darme cuenta al volver a casa.

El ascensor comenzó a subir lentamente, atestado de toda clase de gente hablando de modas y engaños, mirando con atención la numeración que aparecía y desaparecía en el tablero del aparato. Yo prefería mirar a Alina que todo lo demás: la armonía de sus formas, el rojo encendido de sus labios, el Cristo temblando entre sus senos.

Espeluznante espectáculo el de Alina con la llama de la tentación crepitando entre sus senos... Sentí como si de pronto me estuviera quemando, pero no le di importancia.
El calorcito seguía haciendo su agosto entre mis piernas y yo fresco, soñando con un país de hielo. Los ocupantes del ascensor se fueron bajando indistintamente en los pisos siguientes y finalmente sólo quedamos Alina y yo, mirándonos, no con miedo sino con asombro. Cuando Alina se acercó a oler el clavel que yo llevaba en la solapa de mi abrigo, el ascensor se detuvo intempestivamente vomitándonos en el piso 32.

—¡Qué calor! —dijo Alina abanicándose la cara.

Como era un día muy bello para desperdiciarlo hablando del estado del tiempo, le propuse que fuéramos a dar un paseíto por el parque cercano. Alina no lo pensó dos veces. Abrió la ventana y se lanzó al vacío. ¡Santo cielo! Me asomé para ver dónde había caído para ir a recogerla y la vi, no como una masa informe de carne estrellada contra el pavimento sino revoloteando alrededor de los edificios vecinos.

—¡Tírate de una! —me gritó y fue a posarse en la cornisa del edificio Colombia.

Alina era bella y frágil, con el pudor descocado de la juventud. De vez en cuando me decía que yo era su novio de alambre y me daba un montón de besos cuando íbamos a ver películas de vaqueros. Cosas de ella. Yo, que vivo al pie de los cerros, en un barrio de casas blancas bañadas por la lluvia no hacía sino preguntarme en qué iba a terminar tanto amor. Amaba a Alina con desmedido amor, es cierto, pero me sentía incapaz de tirarme al vacío sólo por eso.

El calor continuó invadiendo mi cuerpo, pero me negaba a creer que fuera un incendio de verdad. Esas cosas jamás se habían visto en el piso 32: había circuitos de televisión y detectores de incendios que automáticamente ponían en funcionamiento los sistemas de irrigación.

Las llamas comenzaron a chamuscarme los zapatos, el pantalón, la corbata, los pelos del pecho... Mis huesos iban quedando mondos y lirondos. Mis huesos de lira ardiendo de ira sobre el lomo del pomo. Mi lira delira de ira.

Cuando el robot que me vigilaba con su ojo magenta cayó al piso dando brincos como un endemoniado pensé: “-Es mi corazón el que arde Me asomé a la ventana y me puse a tirar llamas sobre la avenida como si fuera mi pasatiempo favorito. Las llamas iban cayendo en forma de copos d nieve, lenguas de fuego y nadie se daba por enterado. Cuando todo estaba a punto de quedar achicharrado, llegaron los bomberos. El más avezado preguntó al otro lado de la puerta si se estaba quemando alguna cosa importante ahí adentro.

—Estoy ardiendo —me quejé.

—¿Quién es usted?

—Soy un Leo. Mis palabras son más terribles que el fuego y mi única verdad es el amor.

—Diga algo concreto para poder salvarlo.

—Todo está muy oscuro aquí adentro; el humo inunda la oficina, el robot estiró la pata, las computadoras se están derritiendo, la puerta de emergencia está trabada, el calor... Después de tanta palabrería inútil el bombero comenzó a darle hachazos a la puerta como tratando de acabar de una vez con todas mis desgracias.

—Alguna vez —le dije al verlo—, tuve la idea de llegar a ser un eficiente bombero como usted, recorrer la ciudad en un carro rojo y asustar a las señoras con la manguera las mangueras, mas nunca pude cristalizar ese sueño ni otros más sencillos, por pena. Soy un ser apenado, sin penacho, sin pelo en el pecho. No tengo la voluntad de los demás habitantes de la tribu, apenas la necesaria para levantarme de la cama todos los días, llegar temprano al trabajo, marcar la tarjeta, acatar el reglamento de la empresa, obedecer las órdenes de sus superiores. Al gerente es al que le gustan los números, no a mí. Por eso me puso un número, el l2021, el número que me identifica entre los empleados de su empresa, el que alimenta sus arcas. Desde que amanece crepito como un horno de altas temperaturas por culpa de ese número. Hubiese preferido ser Esenin y no un número en la empresa.

—¿Esenin? ¿Quién es ese pájaro? —me preguntó espantando una lengua de fuego que empezaba a morder las cuerdas del ascensor.

—Estoy a punto de lanzar el último cuác y usted no hace sino pedirme explicaciones.

—¿Qué puedo hacer por usted? –me preguntó angustiado.

—Por favor, lléveme a mi casa, quiero morir dignamente en mi cama, al lado de los míos –le dije.

Hay días en que amanecemos incendiados y buscamos afecto entre los habitantes de la tribu, pero ellos no dan lo que uno pide sino lástima. Parecen llagas de Dios. ¿Qué es lo que les falta? Sencillamente amor. Durante muchos años esperé que alguien me amara de verdad, pero el esperador sufre más que el huyente.

Mi hijo Nicolás, el que es capaz de sostener en el aire una bola hierro con solo mirarla, quiso alegrarme los días con los conocimientos que había aprendido en el colegio y sus conclusiones de analista empírico:

—Las estrellas son mundos silenciosos, el magnetismo atraviesa las paredes, la luz cabe dentro de una bombilla, todo eso lo entiendo. Lo que no entiendo todavía...

(Mi niño tan pequeño y ya sufriendo).

—No sufras por entenderlo todo, hijo mío. El mundo está lleno de preguntas sin respuesta. Por eso hay que leer mucho, consultar el diccionario todos los días, darle de comer a la imaginación. Eso es lo que yo hago para no parecerme a los demás.

Nicolás no quedó satisfecho con mis explicaciones y quiso aclarar algunas dudas más:

—Papi, ¿los poetas son vagos?

(La poesía me caía diariamente en el plato de la sopa, pero en el trabajo no me dejaban asomarme a la ventana. Don Hiparco parecía el policía de la poesía, me volvía papilla el espìritu con sus órdenes. En todas partes hablaban mal de los poetas porque no eran como los demás pingüinos de la tribu).

—¿Vagos? ¿Quién te dijo eso, hijo mío? —le pregunté preocupado.

—Es lo que dice el tendero del barrio, la vecina, mi mamá,...

La vecina se pasaba todo el día gritándole a su marido delante de sus hijos cosas de este tenor: “—¡No eres más que un vago! Te pasas todo el día escribiendo poemas de amor mientras tus hijos se mueren de hambre, ¿qué hice yo para merecerme tan cruel castigo?” La vecina no era como las demás mujeres del barrio, si esto quiere decir alguna cosa. La relación con su marido estaba llegando a su fin por culpa de su inestabilidad emocional, de sus celos. Se pasaba de la raya dando muestras de ecuanimidad ante los vecinos, pero en su casa era un león).

—La ballena es la razón de los demás, hijo mío. La gente se pasa todo el día dando muestras de ecuanimidad, pero todos son tan falsos como su pudor —le dije. Recogí mi cola, me enrollé dentro de mí, ensimismado, abismado, sorprendido de comprobar una vez más que la vida era idéntica en todas partes, aún en mi caso particular. Y para demostrarle que yo no era poeta, me levanté de la cama, fui con mis hijos a caminar por el campo y llegamos a una laguna donde antiguamente los aborígenes ofrendaban a sus dioses elementales con oro y chicha.
—El agua es el principio de todas las cosas —les dije y empecé a caminar sobre el agua como cualquier mago de opereta. “Esas cosas no se habían visto por allí” comentaron los ribereños y fueron a traer la policía.

Cuando estaba en mitad de la laguna llegaron echando bala. Hubo pánico general. Nicolás y Ulises no sabían nadar. Mi hija quiso arrojarse con todo y espìritu para salvar la poca fe que quedaba en mí. Mi hija podía coger la luz con las manos y no se asombraba en lo más mínimo. En cambio, yo... Felizmente me sacaron del agua como un hipopótamo fenomenal y volví a sentir el aliento fresco de la vida.

—En esta vida no sólo hay que saber caminar sobre el agua sino también tener mucha imaginación —les expliqué.
Después de varios días de convalecencia me levanté con ganas de salir a pedalear por la Ciclovía. Mi bicicleta no tenía esas formas aerodinámicas de los modelos recientes, era vieja y anticuada, parecía una jirafa, pero en ella me sentía como un rey, pedaleando de sur a norte, del norte al horizonte. Les pregunté a mis hijos si quería acompañarme. Io no podía acompañarme porque tenía examen de matemáticas al día siguiente, Nicolás los tenis rotos y Ulises era muy chico para tener alas.

Decidí ir yo solo y pasar por la casa de Alina para preguntarle si era cierto que me amaba o eran imaginaciones mías. Un canario asomó su cabecita de icopor por entre los barrotes de su jaula de alambre al verme llegar.

Alina se apresuró a abrirme la puerta. Estaba sin peinar, vestida con una blusa de seda anudada al ombligo y unos escandalosos shorts. Olía delicioso. Parecía como si se acabara de levantar. Me hizo seguir a la sala y me preguntó a qué se debía mi visita.

—De pronto me dieron unas ganas tremendas de verte caer entre mis brazos.

—¡Qué romántico! —exclamó. Fue a la cocina y me trajo un vaso de leche con galleticas como si yo fuera su abuelo y se sentó a mi lado. Un gato asomó la cabeza debajo del sofá y se quedó mirándome con ganas de darme un zarpazo.

—Tienes un lindo gatito —le dije.

manzanitas 350—No es un gato de verdad sino de vidrio —me dijo sin darle importancia. En ese momento se me cayeron las galletas y el gato se las engulló en un santiamén. Quise decirle que no podía creer que su gato fuera de vidrio porque parecía de verdad, peludito y todo lo demás, pero le dije todo lo contrario.

—Los Leo somos como el fuego, pura candela viva —le dije.
Saqué la pata de conejo de mi buena suerte y me puse a jugar para disimular los nervios delante de ella.

Siempre hacía lo mismo en los momentos solemnes, en los velorios, pero especialmente cuando montaba en bicicleta. Cuando Alina me vio dispuesto a embestirla de lado a lado, la casa, el gato de vidrio, el piano, la alfombra, los muebles, el canario de icopor, la campana de cristal, la cajita de pétalos que yo le había regalado, todo, todo comenzó a arder. Hubiese querido ser un eficiente bombero vestido de incendio, abriéndome paso entre las llamas, pero como yo no era el encargado de apagar el fuego sino de mantenerlo encendido, decidí avivar las llamas y de un tirón, tumbé a Alina en la alfombra, le bajé los shorts y le arranqué unas braguitas rosadas casi invisibles.

Cuando todo quedó reducido a cenizas me encaramé en la bicicleta y empecé a pedalear por la avenida, más solo que todo el mundo, esquivando los autos, los peatones distraídos, más triste que un perro abandonado porque al fin de cuentas uno no se encuentra todos los días con la felicidad.

Al llegar a mi casa inventé que me había quedado mirando un incendio descomunal en la avenida, un gato de vidrio que comía galletas y un novio invisible. No me creyeron: en el noticiero habían reportado un domingo normal.

Marsolaire me pidió que no les disfrazara la verdad a mis hijos porque podría perjudicarles la imaginación, que mejor me fuera a dormir de una vez y madrugara a cumplir con mis obligaciones laborales para que nunca nos faltara el pan del desayuno.

—Ya se me había olvidado —le respondí.

Cuando puse la cabeza en la almohada, comencé a pensar seriamente en mi futuro, tratando de olvidar historias como esa que alguna vez leí y que comenzaba así: Tomas Tracy tenía un tigre.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Sergio Laignelet. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Milciádes Arévalo y Sergio Laignelet. Fotografía Milciádes Arévalo © archivo del autor. El relato hace parte del libro de cuentos Manzanitas verdes al desayuno, 2017. Carátula Manzanitas verdes al desayuno © cortesía Milciádes Arévalo.


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