Puro Cuento
Mi hermana siempre ha estado un poco loca, lo sabemos todos en la familia, pero yo he preferido no decirle nada: ella es sensible, y éste un tema difícil de tratar que provoca comentarios incómodos en reuniones navideñas y cumpleaños. Hay cosas de las que quizás no hay por qué hablar, tampoco son tan importantes. A las muñecas con las que jugaba de niña, de hecho, no parecía importarles su estado de salud mental, y participaban con ella en conversaciones absurdas que nadie entendía, asuntos privados sobre otros juguetes que no vivían en la casa pero que formaban parte de su círculo de amigos. Siempre hubo un aparte, un mundo distante y diferenciado en el que se refugiaba y hablaba de cosas misteriosas a las que los demás no llegábamos. La buscábamos, pues, en los márgenes de las cosas, en los juguetes, en las palabras sueltas y distantes.
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- Por Miguel Rodríguez
La ciudad que no fue
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- Por Alejandra Ortiz Ríos
Dedicado a las diez familias
más acaudaladas de Chile.
—Papá, mamá, por fin lo conseguí. Acabo de ver la noticia en la televisión. He venido sin tardanza a contarles de algo que los estremecerá de alegría.
Aquella mañana de lluvioso invierno, Dorotea Zaquizamí de Albaricoque, apenas podía sujetar las palabras multiplicadas, a causa de la emoción. Casi gemía mientras hablaba.
—Sí, sí. De acuerdo a la publicación de la revista Forbes del mes de julio, somos la familia más rica de Chile.
¿Acaso no es una noticia para llorar de felicidad? Y tú papá, que durante años luchaste en vano por conseguirlo, puedes sentir orgullo de este triunfo que nos enaltece.
Hizo una pausa destinada a recuperar el aliento.
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- Por Walter Garib
Inédito
La luz eléctrica de la única calle que tenía el pueblo se había apagado, como se habían apagado los colores de las casas de madera. Eran las doce de la noche y, desde la base militar, se alcanzaba a vislumbrar algún fuego tenue que poco a poco iba desvaneciéndose. Una quietud majestuosa cubría la oscuridad de la selva inmensa, engendrando ese pequeño rectángulo de tierra que decoraba la orilla del río Vaupés. El río estaba silencioso y el ulular del búho se repetía incansable. Carurú dormía un apacible sueño.
Las noches de guardia siempre le parecían largas y el cansancio era inevitable. Una fina capa sudorosa y aceitosa le cubría el cuerpo, rociándolo de calor y frío a la vez. Sentía la humedad pegada a la piel y a las botas de combate; movía con desesperación los pies intentado secarlos. Buscó una silla y se sentó en frente de la garita. Observó a lado y lado y vio que sus otros compañeros de guardia rondaban silenciosos. Sacó del bolsillo de su camisa el último cigarrillo y, con pausado esmero, le extrajo la nicotina y lo rellenó con la poca marihuana que aún le quedaba. Fumó profundamente y exhaló despacio, dibujando humaredas prolongadas que iban alargando su vuelo fantasmal, espantando el revoloteo incesante de mosquitos. ¡Qué paz y qué tranquilidad le ofrecía la noche! ¡Qué grandiosa y sublime era la naturaleza cuando nada la perturba! Cerró los ojos e imaginó que el sonido majestuoso de la selva nocturna sólo se entonaba para él. Una noche sin el ruido escandaloso de las voces humanas y sin el bullicio embriagador de Los luceros —esos indios borrachos que no podían avanzar más de cinco pasos sin caer inconscientes en cualquier parte— y sin el estruendo de las balas, parecía una experiencia quimérica en el paraíso selvático. Inhaló el último resto de cigarro que le quedaba y, en medio de la tranquilidad y bajo el arrullo de los sonidos de la selva, miró fijamente la única compañía real que tenía en las noches de soledad: “Raúl”, fiel compañero de luchas y parrandas y el mejor aliado en el campo de combate. Su fusil lo acompañaba a todas partes. Lo abrazó, con afecto, como sólo se puede abrazar a un gran colega, mientras los recuerdos pululaban.
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- Por Yadira Segura Acevedo
Le gustaba mirar por la ventanilla las casas chatas, los pastos salvajemente largos, los árboles erguidos como estatuas heladas, los troncos pintados con cal para que no se los coman las hormigas. Le gustaba disfrutar del paisaje pobre, de esa ausencia de edificación lujosa, de esa misteriosa desolación de la Provincia de Buenos Aires al sur. Pasaban árboles y más árboles, también las piletas con el agua azul de los clubes de Avellaneda. Faltaba poco para llegar. El sol empezaba a entibiarse. El guarda pide el boleto. Los ojos como dos alfileres de cabecita miran como inyectándose en las caras de las personas. Y después mirar los afiches en el fondo del vagón, el olor a encierro, el tufo del tren.
Imaginarme el piso de la casa al caminar, la madera crujiendo, las paredes silenciosas, los techos altos. El jardín…
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- Por Araceli Otameni
We live, as we dream—alone. . . .
Joseph Conrad
En cuanto el chasquido de la llave resonó por el pasillo y las escaleras vacías, el hombre, con las yemas de los dedos, empujó la puerta, tanteó la pared a su derecha, encendió la luz y se volvió a la mujer:
—Pasa. Como si estuvieras en tu propia casa —a ellas siempre había que cederles el paso, no importaba lo que fueran o el país del que vinieran; así le habían enseñado de niño y así debía ser.
La mujer, acostumbrada a entrar en viviendas de extraños, miró a su alrededor sin reparo: el vestíbulo pequeño y su perchero, la cocina a la izquierda, el cuarto de baño a la derecha, otra puerta y su penumbra, que más que miedo le produjo curiosidad. Él entró y, sobre una mesita frente al sofá, encendió una lámpara que dio una luz blanco azulada.
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- Por Diego A. Nieto Marcó
Abre la boca, hijo.
Ahí venía una enorme cucharada con la letra “G”. El niño cerró los ojos por la fuerza violenta del recuerdo. No quedaban muchos chicos en la escuela, los más grandes marcharon a sus hogares y los menores fueron recogidos puntualmente por sus familias. El niño sabía que debía esperar; su madre no era capaz de salir de casa sin terminar el capítulo de la última telenovela de la mañana. Ella quedaba intrigadísima, aunque fuera evidente cómo se desarrollaría el resto de la trama. Cogía las llaves, abría la puerta, hacía el amague, pero no salía por completo, medio cuerpo permanecía dentro de la estancia mientras miraba fascinada los avances del siguiente episodio. Esos adelantos eran tan largos, que resulta inexplicable que ella no se preguntara: “¿Para qué vérmela mañana si ya me lo dijeron todo?”. Daba un portazo y salía de prisa sin apagar el televisor. Como de costumbre, se le hizo tardísimo para recoger a su pequeño.
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- Por Farides Lugo Zuleta
In memoriam K.
Inmóvil sobre la pulida mesa de caoba negra, el cilíndrico caleidoscopio toscamente rematado semejaba al papiro enrollado que sólo al ser abierto revela el misterio del mensaje en el escrito o la blancura de la superficie aún inusada. Así se guardaba en el extremo de su círculo opaco la figura multicolor, tan fugaz que un ligero movimiento la borraría para siempre, de los cristales dispersos que el azar había querido formaran la figura de un escarabajo de corta cabeza y ovalado cuerpo.
La decoración del cuarto, en extremo cuidada, situaba la pequeña mesa sobre la que descansaba el caleidoscopio bajo la única ventana que este tenía y que se mantenía negligentemente entreabierta a pesar de la baja temperatura del exterior que con el declinar del día, ya casi noche, había descendido notablemente.
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- Por José Alias