Pablo Valle - El espejo del horror

apocalypse 250Sobre una escena de Apocalypse Now*

* A propósito de la reciente inclusión de la versión Redux en Netflix Latinoamérica. Debo la idea para esta nota a una observación del profesor Eduardo Grüner.

 

La realidad no es transmitida por lo que representa la imagen,
sino por medio del desafío que la realidad
constituye para la representación.
Judith Butler, “Vida precaria”

 

… por la evocación de un silencio constelado de gritos
en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable.
Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta

 

Sin duda, la “secuencia Kilgore” es, con toda justicia, una de las más famosas de la película de Coppola. Situada al principio del recorrido principal por el río que lo lleva a su destino (el coronel tiene la misión de “depositar” la lancha de Willard en él), es una adecuada introducción a los infinitos horrores que conducirán al Horror final. De hecho, el coronel Kilgore (con K, igual que Kurtz), como en el cuento borgeano “El acercamiento a Almotásim”, es una prefiguración más o menos borrosa, incluso grotesca, de aquel a quien se busca. Pero su cualidad satírica no debería distraernos.

Como se recuerda, el coronel Kilgore es un fanático del surf y se empecina en que uno de los soldados de Willard, famoso en ese deporte, surfee para y con él en una playa propicia. Para eso, tiene que liberar, “limpiar”, una aldea que pertenece a “Charlie” (el Viet-Cong). Entonces, se da la famosa secuencia del ataque de los helicópteros con fondo de la “Cabalgata de las Walkyrias”, de Wagner. La transmiten desde poderosos equipos de sonido porque “asusta a los vietnamitas”.

apocalypse 240Conocemos bien a Kilgore (Robert Duvall). Usa un sombrero de cow-boy en lugar de casco, y no se agacha, ni siquiera se inmuta, ante los disparos y las bombas que pican cerca; como si fuera sordo, como si estuviera en otro lado. Algunas de sus frases se iconizaron rápidamente: “Me encanta el olor a napalm por las mañanas… Huele a victoria”; “Un día esta guerra se terminará” (con melancolía).

A mi entender, toda la secuencia resume muy bien la ambigüedad estética, moral e ideológica de la película de Coppola (que ya estaba presente, en gran medida, en la novela de Conrad).

Sí, vemos a los estadounidenses masacrar una aldea vietnamita donde, al principio, sobresale una escuela repleta de chicos con sus maestras. Pero la aldea y la escuela están custodiadas por soldados del Viet-Cong, que incluso tienen una ametralladora antiaérea bastante efectiva (logran darle a por lo menos un helicóptero). La idea de que los guerrilleros se mimetizan con los civiles no puede dejar de estar presente y de traer a colación una permanente excusa para masacrar a estos últimos.
Una vez que su “caballería” aterriza, Kilgore se muestra compasivo con niños y madres, los protege en medio del intenso tiroteo y los ayuda a ser evacuados; incluso ordena a sus hombres ser piadosos con un soldado enemigo que “sigue luchando con las tripas afuera” (aunque enseguida se olvida de él para volver a su interés principal: surfear).

Podrían seguir acumulándose los detalles de este conjunto de escenas, extraordinariamente complejo. Sin duda, Kilgore es un loco, pero está en su elemento, como bien dice Willard: “Seguramente saldrá de esto sin un rasguño”. Un loco, entonces, que se ha mimetizado con su entorno e incluso lo disfruta de manera extravagante; no como Kurtz, cuya “locura” adquiere tintes metafísicos y desborda toda noción incluso de locura. Si Kilgore saldrá sin un rasguño, no lo sabemos; sí sabemos que Kurtz deriva hacia su propia destrucción, que se entrega a ella como víctima propiciatoria.

Pero ¿cuál es el problema principal de esta secuencia? ¿Qué es lo que incomoda, lo que “no cierra” del todo?
En realidad, el tema tiene una larga historia, con un punto alto en la noción benjaminiana de “estetizar la política”. Para decirlo brevemente, en su célebre “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936), a Benjamin le preocupaba que el fascismo pudiera organizar a las masas mediante dispositivos estético-políticos; no solo el “arte comercial”, sino cualquier forma de embellecimiento que obliterara la justa percepción de la realidad social (totalitaria). Dentro de las posibilidades que se abren con las nuevas formas artísticas y tecnológicas, obtiene un gran lugar el placer (aunque sea vicario) de la aniquilación e, incluso, de la autoaniquilación.

Adriana Cavarero, en su Horrorismo, quizás nos dé algunas pistas. Para empezar, nos recuerda que Hannah Arendt “está convencida de que la experiencia de la Primera Guerra Mundial, lejos de curar el entusiasmo por la violencia de la generación del frente, reavivó las ideas que exaltaban la función vitalizante de la carnicería y de la masacre”.

Por su parte, Susan Sontag va a decir (en Ante el dolor de los demás), que toda imagen que muestra la violación de un cuerpo es pornográfica y que “las imágenes de lo repulsivo pueden también fascinar”. Esta fascinación nos precipita a un peligro evidente. (Por supuesto, Sontag concluye que, a pesar de todo, es necesario mostrar el horror; sin embargo, no se refiere tanto a la ficción, sino más específicamente a la fotografía de guerra; una excepción importante en su texto serían Los desastres de la guerra, de Goya.)

“Se trataría, pues ─insiste Cavarero─, de una intimidad de cuerpos que explotan juntos y se confunden: una especie de ‘comunidad de la muerte’ que renuncia, pese a todo, a las implicaciones eróticas que le habría atribuido seguramente Bataille”. La atracción por la guerra, por la destrucción infinita, nos aproximaría a una forma de lo sublime, pulsión de muerte mediante.

kilgore 250¿Y por qué esto aplicaría a Apocalypse Now o, al menos, a la secuencia evocada?

Son dos los problemas. Uno ya está esbozado: la destrucción del otro, su deshumanización, su muerte horrible están mostradas de una manera estetizante. De hecho, el uso de la pieza de Wagner, aunque sea una (obvia) alusión al nazismo, no deja de darle a toda la escena un aire de majestuosidad, de épica, de belleza suplementaria. (Toda la planificación, incluyendo la extraordinaria fotografía de Storaro, es un prodigio de técnica; y el resultado es de una belleza que ─sin duda exagero─ va más allá de cualquier antecedente. Lo que me importa es lo paradójico de esa belleza.)

El otro problema atañe a la representación en general, y al punto de vista en particular. Cavarero insiste en los problemas que implica, para el discurso sobre la guerra (por ejemplo, en Jünger), adoptar la perspectiva del guerrero ─en lugar de la de las víctimas, aunque no puedo extenderme ahora acerca de si esto sea posible y hasta qué punto─: “la figura del guerrero queda en el centro de la indagación y sustancia el criterio”.

kilgore 251Kilgore es ese guerrero, por cierto. Pero también lo es Willard; recordemos la terrible escena del sampán, donde le da el tiro de gracia a una joven vietnamita ya agonizante. Y, desde ya, también Kurtz, solo que este es la apoteosis del guerrero, aquel que lleva a la (auto)destrucción al límite de la arbitrariedad y el goce (de la arbitrariedad del goce).

Siempre en el marco de (aparentes) paradojas, sucede lo que sugiere Judith Butler: “La desrealización de la pérdida ─la insensibilidad frente al sufrimiento humano y a la muerte─ se convierte en el mecanismo por medio del cual la deshumanización se lleva a cabo”. La paradoja está en que esto se produzca mediante la mostración, no el ocultamiento, y sobre todo una mostración donde refulge una forma de belleza en la que es fácil “perderse”.

kilgore 252Para resumir, solo una pregunta. ¿Puede el arte (en este caso, el cine) hacerse cargo del horror sin reproducirlo en sus propios términos estéticos, como fuente de goce? Seguramente, se puede responder mediante contraejemplos. Dejo acá, planteada, mi duda.

 

pablo valle 350Pablo Valle
Argentina 1961. Es profesor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Enseña Semiología y Análisis del Discurso en el Ciclo Básico Común, y Problemas de Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras (cátedra de David Viñas). Es editor, corrector, redactor, traductor y ghost writer. También fue crítico de cine (en la revista La vereda de enfrente). Ha publicado Simulacros (cuentos, 1985), Ángeles torpes (novela, 1995), Yo, el templario (novela, seud. Paul Mason, 2006), y tiene otras dos novelas inéditas, Los crímenes de la calle Barthes y La carta de Rozas. Autor de los libros didácticos Guía para preparar monografías (1997, 2008, con Ezequiel Ander-Egg; varias ediciones) y Cómo corregir sin ofender (1998, 2001). Durante 20 años fue editor general en el Grupo Editorial Lumen. Samuráis quiere ser su próximo libro. Killers es una coleccion de relatos en preparación.

Material enviado a Aurora Boreal® por Pablo Valle. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Pablo Valle. Foto Pablo Valle © Silvia Tombesi.

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