Un siglo del relato ecuatoriano

No se ama lo que no se conoce. Y se desprecia lo que se ignora. El recuento que viene a continuación quiere ser un llamado a los políticos, empresarios, periodistas y profesionales diversos, que han descuidado el conocimiento de nuestras letras: esa preciosa fuente de comprensión, reflexión e información de la sociedad ecuatoriana y, concretamente, de su historia.
Porque nuestras novelas y cuentos no sólo que registran ciertos períodos importantes sino que, además, muestran la vida vivida, en la expresión de Malaparte: el testimonio único de testigos ciertos que cuentan, piensan, interpretan, leen, afirman o niegan, las épocas que les tocó vivir.

Siempre hay una manera de entender un relato –por más fantasioso que este sea– en el mundo que lo hizo posible. Un ejemplo: a comienzos del siglo. XX, mientras el ferrocarril unía Costa y Sierra –gracias al proyecto integrador de Alfaro–, la novela de otro liberal, Luis A. Martínez, A la Costa, hacía lo mismo en el plano de la literatura: juntaba de manera muy clara, esas dos regiones separadas, hasta entonces, por abismos físicos, económicos y culturales.
No hay avatar, inquietud, proyecto nacional, que la literatura no haya registrado: identidad, Estado, mestizaje, migraciones, ruralidad, urbanización, política, desastres naturales, descubrimientos, ocultamientos también, cuántas cosas más: todas están narradas en ella que es el relato y, más aún, el correlato de nuestra historia.
Si la literatura narra, de un modo artístico, esa historia, vale la pena que recordemos la historia de esa narración.

Los antecedentes:
romanticismo y costumbrismo

El Ecuador nace a la vida independiente en 1830. Se ha emancipado de la madre patria y de la Gran Colombia pero también las ha perdido. Un sentimiento de orfandad domina el siglo XIX. ¿Cómo llenar ese vacío? ¿Cómo planear el futuro? ¿Qué modelo de Estado ha de ser construido? La ávida mirada de sus políticos e intelectuales –con frecuencia, los mismos–, busca referentes. Las evocaciones al mundo clásico, griego y latino, son obligatorias. Francia es un llamado imperioso. García Moreno hasta buscó su protección. La literatura registra esa nostalgia. Los escritores de la joven nación vuelcan sus ojos hacia el romanticismo francés y el costumbrismo español. Dichas corrientes han dejado profundas huellas en la Europa decimonónica. Chateaubriand, Lamartine, Victor Hugo son lecturas obligadas. Mera y Montalvo los conocen bien. Hay que aclarar que una corriente literaria no es apenas una moda. Todo lo contrario. Es una cosmovisión. Un modo de entender el mundo. Hay, entre muchas otras, un alma romántica y otra realista. El romántico entiende el mundo desde la pura emoción: desde sus pasiones.
Y es la pasión libertaria lo que guía y luego condena a la Rosaura de La emancipada (1863), de Miguel Riofrío, la primera novela escrita en Ecuador. Es el amor sublime que Mera nos muestra en Cumandá (1879) lo que reordena el mundo de la realidad. La historia, esencialmente verdadera, de una rebelión indígena ocurrida en las inmediaciones de Riobamba, es decir, una historia de odio real, se transforma así, bajo esa mirada romántica, en una de amor irreal, ideal, romántico, que hace de Domingo Orozco, el cruel hacendado que "martirizaba a los indios", en palabras de Mera, un santo misionero y de Tubón, el jefe indio, un salvaje digno de ser catequizado. Un autor realista, hubiese puesto énfasis en el hecho concreto y social de la rebelión. Pero el romanticismo es espiritual, intimista, subjetivo y, además, como hemos dicho, pasional.
Pasional y apasionado como lo fue también Juan Montalvo en la polémica y la diatriba e, incluso, como anota Miguel de Unamuno, en el insulto. Y aquí debemos precisar que el romanticismo francés fue importado a nuestras jóvenes tierras, hasta con sus dos variantes políticas: la liberal de Hugo y Lamartine y la conservadora de Chateaubriand, con seguidores tan destacados como los mencionados Montalvo y Mera.
El fervor romántico ecuatoriano no se agotó en el s. XIX sino que se prolongó en el XX con obras importantes: Luzmila (1903) de Rengel, Égloga Trágica (1916), de Gonzalo Zaldumbide, considerada equivocadamente modernista pese a que sus semejanzas con María de Jorge Isaacs son más que obvias y El camino del llanto de Enrique Terán (1931), entre otras.
El costumbrismo también llega a nuestras tierras bajo el influjo de autores como los españoles Mariano José de Larra y Mesonero Romanos. El quiteño José Modesto Espinosa con sus Artículos de costumbres (1899) y el guayaquileño José Antonio Campos con Cosas de mi tierra (1929), respetan la matriz humorística del costumbrismo, algo ingenua, que, sin embargo, es la primera aproximación al realismo social, pues, en sus cuadros y estampas desfilan personajes reales, no siempre pintorescos pero sin duda vernáculos. Hay, por cierto, grandes diferencias entre Espinosa y Campos. Y es importante señalar de qué se ríen estos escritores. El primero, conservador, serrano, en vísperas de la revolución liberal de 1895, encuentra en los "chulla levas", personajes de la clase media, el motivo de su burla. Pero, en estricto sentido, su risa es nerviosa y con frecuencia deriva hacia la ira. El humor de Campos, costeño, liberal, rural, es, por el contrario, un gesto amable y cálido dirigido hacia los personajes de su tierra.

El realismo social

Jorge Icaza, Aguilera Malta, De la Cuadra, Enrique Gil Gilbert, Alfredo Pareja Diezcanseco, Adalberto Ortíz, Angel F. Rojas, son, entre muchos otros, los ecuatorianos que acompañan al Mexicano Mariano Azuela, al peruano Ciro Alegría, al boliviano Alcidez Arguedas, a tantos más, en una corriente narrativa que, sin duda, domina en la primera mitad del siglo XX. Como ha ocurrido siempre, lo que pasa en Ecuador pasa en Latinoamérica. Lo cual se explica porque los hechos históricos fundamentales son los mismos: pasado precolombino, Conquista, Colonia, Independencia, República, caudillismos, democracia, dictadura, crisis, y, en los últimos tiempos, urbanización y deuda externa.
Esta corriente narrativa, caracterizada por una vuelta violenta hacia lo vernáculo, se erige con rasgos diferenciales propios que la alejan del romanticismo: héroes gregarios, representantes de vastos grupos humanos (indios, cholos, montubios, etc); inventarios exhaustivos de la realidad objetiva (análisis históricos y sociológicos de sectores sociales definidos y descripciones de usos culturales, problemáticas sociales y hasta dialectos regionales); temas muy cercanos al proyecto de un Estado nacional ( mestizaje, migraciones interiores, un calendario histórico ecuatoriano como referente básico de los relatos).

Dos años antes de la fundación del diario El Comercio, que –con la revolución liberal y las consiguientes libertades de información y de cultos, como antecedentes–, inaugura un nuevo modo del quehacer periodístico ecuatoriano, la novela que anticipa o funda el realismo social ecuatoriano, en esos tiempos ardientes, es la mencionada A la Costa (1904) de Luis A. Martínez. Muy simétrica y ordenada, bellamente escrita, también la revolución liberal la determina e, incluso, marca sus dos partes: un antes y un después de ella. Es, como corresponde a la época, un canto al mestizaje. El protagonista, Salvador, conservador, nervioso, "rubio, blanco, débil como una señorita"... "representaba una raza mal configurada para la vida que pronto sería eliminada". Él migrará "a la Costa", en donde, apenas, al final de su vida, conocerá días mejores. Su antagonista, Luciano, joven liberal, "moreno, robusto, gigante"..."representaba a la generación nueva, fecunda, incontrastable". El tema del "mesianismo mestizo", como bien lo llama Agustín Cueva –que en Latinoamérica producirá obras tan notables como La raza cósmica de Vasconcelos–, sólo es uno más de aquellos que insisten en la construcción definitiva del Estado nacional. No sólo se trata de encontrar, para la nueva patria, un habitante que resolviese las contradicciones flagrantes de una población dividida entre blancos e indios y, además, de juntar, en un territorio común, las dos regiones tan diversas que, entonces, en términos efectivos, la constituían; se trata también de difundir una ideología "constructiva" y libertaria, que asegurara una cohesión de valores y principios que la regirían en el futuro. Luis A. Martínez, como años antes pasara con Juan León Mera, tenía muy clara la misión histórica que debía cumplir.
La generación del treinta

Luego de A la Costa, Para matar el gusano (1912) de José Rafael Bustamante y Plata y Bronce (1927) de Fernando Chávez, prefiguraron la llamada Generación del Treinta, el más coherente e importante grupo de escritores ecuatorianos –hasta hoy–, todos ellos adscritos al realismo social. Antes, muy ajena a esta tendencia, en los veintes, como una pieza insólita, a la sazón, en el devenir de nuestras letras, aparece la obra inquietante y anticipatoria del lojano Pablo Palacio, de quien nos ocuparemos en la parte correspondiente al relato urbano.
Algunos hechos históricos como las revoluciones mexicana de 1910 y la rusa de 1917, y en lo nacional, la masacre de obreros del 15 de noviembre de 1922 (que, 24 años después sería recordada en una novela importante por Gallegos Lara), a los que habría que añadir la revolución juliana de 1925, hecha por liberales inconformes con la tiranía bancaria que, a la sazón, imperaba en el país, aparte de la influencia que, en el plano del arte, había alcanzado a nivel mundial el realismo social como nueva corriente estética, explican, de diversas maneras, el advenimiento del grupo de escritores que formaron la generación del treinta.
Así, Los que se van (1930), un libro de 24 cuentos realistas, escrito por tres jóvenes autores: Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gílbert y Demetrio Aguilera Malta, asombra por lo radical de su planteamiento estético y la unidad temática que consigue. Son cuentos del cholo y el montubio; todos ellos (ocho por autor) tienen un estilo conciso, hecho de frases cortas y rotundas, regadas en párrafos mínimos que guardan perfecta armonía con los acápites que fragmentan cada historia, también corta y rotunda. Localismos, malas palabras, expresiones directas: allí los personajes hablan como en la realidad. Con la fuerza de un manifiesto, Los que se van, rompe con toda la literatura casticista que le antecedió.
Uno de sus autores, Aguilera Malta, publicó una novela inolvidable, Don Goyo (1933), llamada como su héroe, un viejo patriarca legendario, un cholo de las islas del Golfo de Guayaquil, que, a diferencia de lo que ocurre en las novelas criollistas, que enfrentan de modo maniqueo el dilema civilización o barbarie, sabe que el conflicto verdadero se da entre quienes depredan la naturaleza y quienes -como él-, la defienden. Muchas décadas antes, Don Goyo, anticipa los temas predilectos del actual debate ecológico y, por cierto, también los del realismo mágico, en lo que respecta a la leyenda que envuelve al protagonista.
El tema del montubio, el habitante rural de la Costa, será abordado, de modo exhaustivo y casi exclusivo, por uno de los mayores cuentistas del Ecuador: José de la Cuadra. Autor de Horno (1931) y Repisas (1932), El montubio ecuatoriano (ensayo, 1937) algunos de sus relatos son piezas obligadas de las antologías de la narrativa breve: Los Sangurimas, La Tigra, Banda de pueblo, Olor de cacao, muchos más.
La generación del treinta estuvo formada, aparte de los serranos Jorge Icaza, Humberto Salvador y Alfonso Cuesta y Cuesta, por cinco autores ("Cinco como un puño") que pertenecieron al llamado Grupo de Guayaquil: De la Cuadra, los también ya nombrados Aguilera Malta, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert –Yunga (1933), Relatos de Emanuel (1939), Nuestro Pan (1941)– y el prolífico Alfredo Pareja Diezcanseco: el autor de El muelle (1933), La Beldaca (1935), Las tres ratas (1944); Baldomera (1938) –una suerte de rescate de lo que podríamos llamar el coraje o la dignidad de la miseria– y , descontando sus libros de historia, de diez novelas más, no todas tributarias del realismo social como La Manticora.
Atención especial merece Jorge Icaza, el creador de Huasipungo (1933), la novela ecuatoriana más conocida y traducida. Gran alegato en contra del sistema feudal, que a la sazón regía en las haciendas, y en favor de los indios, sus siervos, suma un inventario de las desdichas e injusticias a las que ellos estaban sometidos: despojamiento de tierras, humillaciones, torturas, violaciones y muerte. Como anota Agustín Cueva, no se ha insistido bien en la calidad literaria de esta novela, en su lirismo contenido y la estilización de su lenguaje, como ocurre en el célebre lamento del Andrés Chiliquinga ante la Cunshi, la esposa muerta, una melopea que insiste en nombrar un dolor que no puede ser nombrado. Pero Huasipungo y Barro de la Sierra (1933), son los únicos libros estrictamente indigenistas de Icaza. El resto de su obra está consagrado al análisis del cholo, el mestizo de la Sierra y a sus feroces contradicciones internas: su doble naturaleza que le obliga a exhibir sus ancestros blancos y ocultar los indígenas, inconfesables, como pasa en Mama Pacha (1962), cuyo protagonista prefiere penar por un crimen que no cometió antes que admitir que tiene una madre india. En esa línea están sus novelas En las calles (1936), Cholos (1938), Media vida deslumbrados (1942), El chulla Romero y Flores (1956).
En la tendencia de esta última novela, cercana ya al relato urbano, hay que añadir el nombre de Humberto Salvador, fecundo autor de novelas como En la ciudad he perdido una novela (1930), Camarada (1933), Trabajadores (1935), y muchas más, cuya clara marca política lo condenó, al decir de la española María del Carmen Fernández, a un injusto olvido.

Los años maduros del realismo social

Si en los años treintas, el realismo social se reveló con la fuerza de un grito, fue en la siguiente década cuando produjo obras grandiosas como El Cojo Navarrete (1940), de Enrique Terán, la tragedia de un cholo mayordomo de la hacienda de un general alfarista que lo lleva a la guerra, en la cual pierde una pierna; luego su vida tomará un rumbo imprevisto hacia el bandolerismo. A pesar de su lenguaje, algo intrincado, es una novela intensa, de acción precisa, gran aliento y personajes inolvidables.
Otra novela extraordinaria es la de Adalberto Ortiz, Juyungo (1943), cuyo protagonista es un negro esmeraldeño que recorre un largo periplo en busca, puede decirse así, de una conciencia del mundo, pues siempre se sentirá un extraño entre negros, indios, blancos y mestizos; logrará, por fin, encontrarla bajo la forma de una conciencia simplemente social que le hace entender que no es sólo un negro entre negros, indios o mestizos, sino un pobre entre pobres. La tragedia –su locura y muerte– le sobrevendrá cuando esa nueva conciencia del mundo se descalabre de modo intempestivo con la guerra del 41.
Es en esos años cuando Gallegos Lara vuelve a sorprendernos con una obra muy bien pensada, Las cruces sobre el agua (1946), que revive la mencionada masacre de obreros ocurrida, en Guayaquil, el 15 de noviembre de 1922, tragedia que, según Alfredo Pareja Diezcanseco, marcó el rumbo de su generación. Gallegos Lara retorna sobre hechos ocurridos casi un cuarto de siglo atrás. Es una novela muy planificada. Las cuatro quintas partes de ella reflejan la vida cotidiana de los guayaquileños pobres, de una manera pausada, minuciosa; de pronto, en media página, sobreviene la masacre con un vuelco violento que trastorna la entera existencia de todos los personajes y resignifica todo lo contado hasta entonces.
En 1946, aparece otra novela ambiciosa: Los animales puros, de Pedro Jorge Vera. Trabajada bajo los parámetros generales del realismo social, implica, sin embargo, un giro hacia las temáticas propias del relato urbano; en estricto sentido, es una novela en la cual los conflictos de los personajes, muy bien desarrollados, los sitúan, existencialmente, en su lugar, tiempo e ideología como ocurre en La condición humana de Malraux y La edad de la razón de Sartre.
Y así llegamos a un relato extraordinario, ejemplo pleno de lo que se llama "la novela total": El éxodo de Yangana (1949), de Angel Felicísimo Rojas. Ella proclama, de modo brillante, que la tarea del realismo social ya se ha cumplido: el grito de guerra se convierte en un himno a la paz. Y todas las premisas de esta corriente literaria que dio a conocer el Ecuador al mundo y que fuera elogiada y estudiada por los célebres escritores de lo que, décadas después, sería el boom de la literatura latinoamericana, se pontencian en el Éxodo. El principio de exhaustividad la rige: allí ya no migra un personaje, migra todo un pueblo; y en su forma holgada, sinfónica, caben bien las 150 familias y 600 personas que marchan e, incluso, todo un estudio sociológico completo acerca de Yangana, la aldea emblemática que, muchos años antes, ya prefigura la Comala de Juan Rulfo y el Macondo de García Márquez. Junto a Juyungo, El Exodo se inserta, con todo derecho, entre lo mejor de la literatura latinoamericana de todos los tiempos.
Pero, en los años cincuentas, al realismo social le crecerán algunos frutos más. Uno de ellos es Cuando los guayacanes florecían (1954) de Nelson Estupiñán Bass, novela de la negritud esmeraldeña que recuerda hechos históricos de las primeras décadas del siglo XX. Carente casi de descripciones, con un lenguaje austero y preciso, se sostiene, sobre todo, en las acciones de sus personajes. Otro narrador importante que añade al relato social tramas intrincadas, casi policiales, muy bien resueltas, es Arturo Montesinos Malo (Arcilla indócil, 1951, Segunda vida, 1962). Ajeno a esta corriente, partidario de temas, a la sazón, algo exóticos, se mantuvo siempre Gustavo Vásconez Hurtado (El camino de las landas, 1940, La isla de los gatos negros, 1973).
En rigor, se podría decir que a Icaza le corresponde cerrar el gran ciclo del realismo social con El chulla Romero y Flores (1956), la novela que definitivamente lo enlaza con el relato urbano, la corriente narrativa que ocupará a los escritores ecuatorianos en las siguientes décadas. No es tan así, porque sus premisas subsisten en escritores que han llamado la atención de importantes críticos nacionales y extranjeros como Gustavo Alfredo Jácome, el creador de Por qué se fueron las garzas (1979), Los Pucho Remaches (1984) y una obra muy completa en el ensayo, la crítica y la pedagogía.

El relato urbano y otras nuevas corrientes narrativas

A partir de 1960, empieza otro Ecuador. Como en el resto de Latinoamérica, el proceso urbanizador se ha cumplido. Ahora la ciudad y no el campo, lo urbano y no lo rural, definen la vida real y simbólica del país. La abolición de las formas precarias de trabajo marcó la entrada al capitalismo. Con lo cual, la ciudad moderna completó su verdadera imagen: ser la patria del individuo, el territorio privilegiado de sus conflictos. Soledad, incomunicación, neurosis, competencia, definen la psique del habitante de la ciudad. Y éste, es el terreno privilegiado en donde nace una literatura que se rige por patrones muy distintos a los del realismo social. Y sus héroes, por fuerza, problemáticos, son también muy diferentes. A decir verdad, son más bien antihéroes. Sólo en la ciudad tienen cabida el Leopold Bloom del Ulises de Joyce o los neuróticos, amantes del fracaso, de Onetti.
Gran parte de la literatura ecuatoriana escrita a partir de la década del setenta es urbana por excelencia. No en vano casi todos los narradores nacionales que practican el relato urbano se reconocen en un mentor algo distante: Pablo Palacio, quien, en la década de los veintes, ya supo prefigurar, en sus textos, extraños y alucinantes, todo lo subjetivo que tiene ese nuevo modo de contar una historia. Palacio fue, pues, el pionero de una corriente literaria que, en las décadas finales del siglo XX, se volvería casi hegemónica. Quizá su condición de provinciano emigrado a la capital ya le hizo ver los rasgos tan diferentes que marcan la vida del ciudadano, sus ansiedades y contradicciones. Su breve obra se reduce a tres libros: Un hombre muerto a puntapiés (1924), Débora (1928) y Vida del ahorcado (1932). Esos célebres relatos muestran el proceso de su construcción como una clara metáfora de la construcción de la nueva ciudad y sus nuevos habitantes.
Aparte de este antecedente fundamental, hay que reconocer que el llamado boom de la literatura latinoamericana mostró, a los escritores nacionales, modos narrativos antes inéditos: el experimentalismo de la Rayuela de Cortázar, el realismo mágico de García Márquez, la novela histórica al modo de Carpentier; el relato fantástico de Borges, el de ciencia ficción de Bioy Cazares, y muchos más.
Entre las décadas del 60 y 70, el cambio estructural que vive el país, combinado con los nuevos aportes narrativos que, a la sazón, circulan en el mundo, producen también un cambio de paradigmas en los nuevos escritores nacionales. Lo muestran bien, el genial poeta y narrador César Dávila Andrade (Trece relatos, 1955, Cabeza de Gallo, 1966); Rafael Díaz Icaza (Los rostros del miedo,1962, Los prisioneros de la noche, 1967), quien, con el anterior, marca el tránsito de lo social a lo fantástico; además, el autor de un relato notable: Los Hijos (1962), Alfonso Cuesta y Cuesta; también Walter Bellolio (El largo camino de la playa, 1968, El hombre que aprendió a llorar, 1975), cuentista de los grandes, cuya prematura desaparición dejó trunca una obra que se anunciaba vasta; Carlos Béjar Portilla (Osa mayor, 1970, Tribu sí, 1973), imaginativo, audaz, sin duda, uno de los pioneros de la ciencia ficción en el país; Hipólitio Alvarado (Segunda voz, 1975); Ernesto Albán Gómez, cuyos relatos nadie sabe por qué aún permanecen casi inéditos; Lupe Rumazo (Carta larga sin final,1978, Peste blanca, peste negra, 1988), una escritora muy profesional, fina y culta.

La creatividad desbocada

Ha nacido, pues, una nueva literatura ecuatoriana que, específicamente, desde "los años del petróleo", los setentas, se afianza con fuerza con obras como Entre Marx y una mujer desnuda (1976) del poeta Jorge Enrique Adoum, el más conocido de los escritores ecuatorianos vivos, que puede leerse como una novela experimental o un gran poema en prosa.
Ese 1976 fue un año excepcional: María Joaquina en la vida y en la muerte, de Jorge Dávila Vázquez; Juego de mártires de Eliecer Cárdenas; Día tras día, de Miguel Donoso Pareja, La Linares, de Iván Egüez, El Desencuentro, de Fernando Tinajero, El pueblo soy yo de Pedro Jorge Vera, El Doctor Jehová, de León Vieira y Guandal, de Gonzalo Ramón, fueron publicadas en dicho año.
Pero esto sólo es un presagio de la explosión creadora que cundiría en el país desde de los ochentas hasta la fecha. Fenómeno que, por cierto, ocurre en todo el mundo. Vale resaltar una paradoja. Estos son los años en los cuales impera el discurso neoliberal que pretende reducir toda la vida social a la economía y ésta al mercado, vuelto así la medida de todas las cosas. La literatura, que está hecha de valores éticos y estéticos que trascienden –y quizá cuestionan– los postulados puramente economicistas, ha preparado su respuesta: la creatividad desbocada. No de otro modo puede entenderse la enorme producción literaria que podemos observar en estos años.
Casi todos los escritores mencionados en los párrafos anteriores, forman ya parte de la plana mayor de nuestras letras actuales y escriben con fe y convencimiento, como el fecundo Eliécer Cárdenas, autor de Polvo y Ceniza (1979), una gran novela que recrea, desde la nostalgia de un mundo rural ya perdido, la vida del bandolero romántico Naúm Briones, y el no menos fecundo, cuencano también, Jorge Dávila Vázquez, infatigable en el ensayo y la ficción, autor de Este mundo es el Camino, (1980), Las criaturas de la noche (1985), y, entre muchos otros libros de cuentos, uno en especial: El arte de la brevedad (2001). Y otro cuencano, además, muy productivo y fantasioso: Oswaldo Encalada (La muerte por agua, 1980, Los juegos tardíos, 1980)
Los relatistas que profesan los nuevos modos del contar son, entre muchos otros, un autor de genio: Francisco Tobar García, poeta, dramaturgo, novelista (Pares o Nones,1979, El ocio incesante 1994); el prolífico Miguel Donoso Pareja (Nunca más el mar, 1981, Día tras día, 1976), novelista del erotismo, crítico notable, fundador de muchos talleres literarios en México y Ecuador; Nicolás Kingman, periodista, conversador de excepción, elogiado por Benjamín Carrión (De dioses semidioses y astronautas, 1982, La escoba de la bruja, 2000); Alfonso Barrera Valverde, ensayista, diplomático (Heredarás un mar que no conoces y lenguas que no sabes, 1978, El país de Manuelito,1984, un best seller, lectura obligada de escuelas y colegios); Francisco Proaño Arandi, (Del otro lado de las cosas, 1993, Oposición a la magia, 1986, La razón y el presagio, 2003) artífice de las atmósferas cargadas y el estilo barroco y moroso pero también de la observación aguda y poética de los mundos desolados; Telmo Herrera, autor de una novela elegíaca de aliento (Papá murió hoy, 1985); Raúl Pérez Torres (Micaela y otros cuentos,1976, Teoría del desencanto,1985, Los últimos hijos del bolero, 1997) Premio Casa de las Américas, experto en tratar relaciones de pareja con un marcado sentimentalismo erótico; el autor de La linares, Iván Egüez (Pájara la memoria,1985, Sonata para sordos, 1999), a quien ya mencionamos, cuya marca picaresca y poética, en su importante producción, es notable; Alejandro Moreano, novelista de El devastado jardín del paraíso (1989), obra de magno empeño tejida entre la epopeya y el simulacro de los sueños revolucionarios; Pablo Cuvi (El hermano menor de Marlon Brando, 1983, El humo de tu boca, 1998), dramaturgo, periodista, narrador de textos cargados de un vitalismo profundo y poético; Vladimiro Rivas (El legado del tigre, 1997, Los bienes, 1981), cuyo cuidado y paciencia al urdir historias lo emparenta con Borges; un autor imaginativo, también artista consumado, Pablo Barriga (Barriocito y otros cuentos, 1972, Relatos Breves, 2003); Juan Andrade Heymann (El lagarto en la mano, 1965, Cuentos extraños, 1961), que va del absurdo a lo cotidiano con ingeniosa soltura; Marco Antonio Rodríguez, cuyo arte sale de lo más profundo de los barrios de Quito (Historia de un intruso, 1976, Un delfín y la luna,1985, Jaula, 1991); Luis Félix López (Los designios, 1978, El gorrión canta en la oscuridad, 1986), manabita, novelista muy sensorial que prefiere los márgenes tanto sociales como sicológicos; Javier Vásconez (El Viajero de Praga,1996, La sombra del apostador, 1999), quien describe, con fuerza y estilo, las miserias de la pseudo aristocracia serrana; Jorge Velasco Mackenzie (Como gato en tempestad, 1977, En nombre de un amor imaginario,1996), cuya preferencia también va, como en El rincón de los Justos (1983), por el lado de los seres marginales de la ciudad de Guayaquil; Guido Jalil (El triestino James Joyce Francescolli, 1993, Por siempre jamás, 1995), quien hace del relato una fiesta erótica y desaforada; Milton Benítez (La Máscara, 1997), conocido sociólogo, con quien el relato negro empieza a caminar en el país; Manuel Esteban Mejía (Los grillos del alba, 1984), poeta, crítico de arte y narrador inteligente; Carlos de la Torre Flor (Anocheció en la mitad del día, 1983, El único invitado, 1995) erudito y preciso en el relato; Israel Pérez (Mañana será un gran día, 1987, Caballos al amanecer, 1985); Iván Oñate (El Hacha enterrada, 1987, Informe Herzl, 2005), poeta, además, experto en el tratamiento de las veladuras detrás de las que se ocultan las más acuciantes premuras humanas; otro poeta, periodista y narrador: Javier Ponce Cevallos (El insomnio de Nazario Mieles, 1990, Es tan difícil morir, 1994), profundo, oscuro, frecuentador de los espacios de lo viejo, la muerte y la leyenda; Carlos Carrión (El deseo que lleva tu nombre, 1989, Una niña adorada, 1990), el Nabokov lojano, dueño de una sensualidad cálida y un recatado humor melancólico; Ramiro Arias (Lo inútil de la felicidad, 1999), hábil en el relato veloz y profundo; Jaime Marchán (La otra vestidura,1994, Destino Estambul,1998), autor cosmopolita, amigo de los escenarios internacionales, al igual que Mario Müller (Al cielo por agua, 2005); todos éstos, escritores nacidos en las década del treinta y cuarenta, quienes no por coincidencia, describen ese otro país que es el Ecuador a partir de los años sesentas y cuyas verdades son –es preciso repetirlo– la adopción de los modos de desarrollo capitalista, el desmedido crecimiento de las ciudades y la mundialización de los patrones de la literatura moderna y vanguardista.
Descuella, de manera especial, Raúl Vallejo (Fiesta de solitarios, 1991, Acoso textual, (1999), El alma en los labios, 2004), desde muy joven, escritor de muchos libros, en sus numerosos cuentos y novelas prefiere personajes que su caída pierden, incluso, hasta un último amor que les deja solos y sin la responsabilidad de tener algo que cuidar, tema que también indaga David Andrade, periodista, quien con De sexo, amor y soledades (1991), incursiona frontalmente en la esfera conflictiva de los hombres solitarios. Y hay que contar con un dramaturgo que también trabajó el relato: Luis Miguel Campos (Precipitación de la alborada, 1984, La zorrilla del cañaveral, 1987); Alfonso Reece, en cambio, con El Numerario, (1996), ausculta, con firmeza y gracia, un tema polémico: la formación de un joven del Opus Dei. En Morga (2005), aborda la extraña personalidad de quien fuera presidente de la Real Audiencia de Quito, tema que también desarrolla muy bien Carlos Fiallos en La Visita (2005).
Entre los nuevos narradores figuran, además, Ernesto Torres Terán (Asedios profanos;1996, Los elefantes no existen, 2001), cuyas premisas unen lo muy particular a lo muy general; Carlos Rojas, quien muestra una fina habilidad para plantearnos delicadas transfiguraciones (el deseo en miedo, etc.) valiéndose de un lenguaje eficaz y desprovisto de retórica; Huilo Ruales (Fetiche fantoche,1994, Maldeojo 1998), cuya mirada transforma, en un marco entre fastuoso y juguetón, las rudas realidades de los olvidados de la fortuna en pequeñas apoteosis míticas; Rubén Darío Buitrón (Instrucciones para llegar al orgasmo, 1987), raro cuentista de vocación kafkiana, propensa a encontrar en el absurdo un centro poético totalizante; Byron Rodríguez (La cueva de la luna, 1987, Bestiario de cenizas,1996), en quien un aliento entre alucinado y cauto, a lo Rulfo, le sirve para referir historias de pueblos perdidos y sagas familiares casi mágicas; Marcelo Báez (Tan lejos tan cerca, 1997), poeta, crítico de cine y una promesa de nuestras letras; Modesto Ponce Maldonado (También tus arcillas,1997, autor de esa gran novela El Palacio del diablo, 2005) un sutil conocedor de los vericuetos urbanos; Carlos Arcos, quien luego de muchos libros importantes, dedicados a las ciencias sociales, sorprendió a sus lectores con Un asunto de familia (1997) novela en la que mostraba unas dotes extraordinarias de narrador que confirmaría, años después, con Vientos de agosto (2003).
Capítulo aparte merecen las cuentistas y novelistas ecuatorianas y ,en primer lugar, la más conocida de ellas: Alicia Yánez Cossío (La cofradía del mullo de la virgen pipona, 1985, La casa del sano placer, 1989, entre muchas otras novelas muy conocidas), a quien acompañan María Eugenia Paz y Miño (Siempre nunca, 1980); Eugenia Viteri (Las alcobas negras, 1993), Natasha Salguero cuya novela Azulinaciones (1990) cuenta el Quito subrepticio y bohemio de los 80; Argentina Chiriboga (Bajo la piel de los tambores, 1991); Sonia Manzano (Y no abras la ventana todavía, 1994); dos finas escritoras: la una de temas existenciales: Ivón Zúñiga (Eslabón que une los tiempos, 1998); la otra, de temas eróticos: Jennie Carrasco (La diosa ante el espejo, 2000); una excelente cuentista: Lucrecia Maldonado (No es el amor quien muere,1994, Mi sombra te ha de hacer falta, 1998); Martha Rodríguez (Nada más el futuro, 1996); María Gabriela Alemán (Maldito Corazón,1996, Zoom,1997), extraña urdidora de historias a veces crueles y fuertes, otras delicadas y enigmáticas; una tocaya de la anterior: Gabriela Polit (Historias de la radio, 1997), académica, cosmopolita como ella, elegante y minuciosa en sus historias. Erudita, actual, escritora de numerosos libros, y elogiada nada menos que por el célebre Claude Couffon, Rocío Durán Barba, se une a ellas con París sueño eterno (1997) y Todos enloquecimos (2000). Jeny Londoño, historiadora, artista, experta en temas de género, autora de varios ensayos, publica, un especial libro de cuentos: Los últimos destellos del crepúsculo (2003).
A ellas se suma "el grupo femenino de Guayaquil": Aminta Buenaño (La mansión de los sueños, 1985, La otra piel, 1991), Liliana Miraglia (La vida que parece, 1989, Un close up prolongado, 1996), Livina Santos (Una noche frente al espejo, 1989) y Carolina Andrade (Detrás de sí, 1994, De luto, 1999) conocedoras de que la literatura –como dice Barthes–, no es más que la repetición creativa de los mismos temas ancestrales. De otra parte, Yanna Haddatti (Quehaceres postergados, 1998) y Gilda Holst (Más sin nombre que nunca, 1989, Dar con ella, 2001), cuya frescura de estilo es inusual en las letras nacionales, nos presentan, un juego de cotidianidad, absurdo y sueño que contrasta con la necesidad de poetizar e ironizar las realidades más concretas e inmediatas.
La nueva novela histórica, cuenta hoy con algunos cultores, pero los nombres de Juan Valdano (Las huellas recogidas, 1980, Mientras llega el día, 1990, adaptada al cine por Camilo Luzuriaga) y Luis Zúñiga (Manuela, 1991, Rayo, 1997) y Ugo Stornaiolo (Luz de América, 1994), son imprescindibles por su talento y seriedad en el manejo de este género que exige, a la vez, imaginación y cautela en el uso de los hechos de la historia patria. A ellos se añaden, en un género cercano, la novela política, que tiene antecedentes como Pacho Villamar (1900) de Roberto Andrade y algunas de los ya mencionados Alfredo Pareja y Pedro Jorge Vera, los nombres de un periodista inolvidable como Carlos de la Torre Reyes (...Y los dioses se volvieron hombres, 1981) y el de un analista político y sicólogo transpersonal, muy conocido: Jaime Costales (La plaga, 1998, Alegres Sátrapas 2005).
La ciencia ficción y el relato fantástico ecuatorianos que, años ha, tuvo iniciadores tan célebres como José de la Cuadra (Los monos enloquecidos, 1951, póstumo), Pedro Jorge Vera, y el ya mencionado Carlos Béjar Portilla, hoy tiene seguidores de primer orden como Leonardo Wild (Oro en la selva,1996, Orquídea Negra, 1999), Fernando Naranjo (La era del asombro,1996) y Santiago Páez (Profundo en la Galaxia ,1994, La reina Mora, 1997, Los archivos de Hilarión, 1998, esta última más bien una gran novela negra), a quienes se juntan: un seguidor de Tolkien, Adolfo Macías (La memoria de Midril, 1994) y un experto en temas de la tecnología de punta: Julio César Vizuete (Verde, Verde, 2003). Marcela Vintimilla, en cambio, busca resolver, por la vía del rescate de una libertad propia, la contradicción pensamiento y vida, en textos en el que lo subacuático es clara metáfora de lo deseado y oculto. Williams Castillo recupera el habla marginal y la estiliza en historias en las que se funden el miserabilísmo, la política, el sueño y la muerte. Dalton Osorno hace lo propio, pero en forma radical y en el mundo del suburbio costeño. Edwin Ulloa refiere, vivamente, en relatos como Johnie The Man de Sobre una tumba una rumba (1992) el retorno al arduo mundo de las barriadas guayaquileñas. Y hay que señalar también a Hans Behr, (Ojos de piquero, 1986, Circo, 1992).
Eduardo Almeida Hernández, con Juegos noctámbulos (1989), se ubica de lleno, de buena manera, en su temática preferida: la noche y sus fantasías. Edgar Allan García, gran poeta, en El encanto de los bordes, 1996, bordea los mundos de la soledad y de la locura con un estilo, paradójicamente, escueto y rico. Pepe Torres, recrea un espacio entre vernáculo y mítico, lejano, en el que un poético "nosotros" se configura como nostalgia y pérdida. Marcelo Cevallos define en Cuánto te odio Marylin (1988), páginas de la vida y una suerte de mensajes de amor; Santiago Ribadeneira, por el contrario, ataca en cuentos como Los últimos sonidos del tío Gaspar, las ceremonias necrofílicas de nuestro medio. Teodoro González (Quebradahonda, s/f), hábil en la fuerza descriptiva y vital; Pablo Yépez Maldonado (La alcoba de los patojos, 1993) poeta y novelista de vanguardia; Por fin, los más jóvenes autores, Raúl Serrano (Las mujeres están locas por mí, 1996, Catálogo de ilusiones, 2005) explora, con mucho talento, los cerrados mundos de sus personajes; un escritor muy profesional: Juan Pablo Castro (Ortiz, 2000, La estética de la gordura, 2002). Al igual que él, en estos últimos años, se destacan: Alvaro Samaniego (Las voluntades rotas,1996); David Ramírez Olarte (De sueños y quimeras, 1987, Mitómanías, 1994); Diego Velasco (En el jardín de Freud, 1995); Pablo Escandón (Cuentos sucios,1997, De Quincey tenía la razón, 2004); Carlos Aulestia (Flaquita my love, 1995, La oscuridad, 2000); Martha Chávez (Precisando el sentido, 1999); Rodrigo Bueno (Pasiones a la sombra del Kremlin, 1999); Miguel Donoso Gutiérrez (Punta de lanza,1986, Los espacios del tiempo, 2000); Galo Guerrero (El habitante de la noche, 1999); Iván Carrasco (Las muertes inevitables, 1996, Un canto en los dientes, 2001); Pablo Córdova (Los ahijados del presidente, 2003); Alfredo Noriega (Desasitios, 1998, De que nada se sabe, 2003); Juan Carlos Hidrovo (Athros, 2000); Charlie Viteri (Quito, Cuentos para adultos, 2004); un académico internacional, relatista de fuste, Luis Aguilar Monsalve (Huellas y silencios, 1995, Creo que se ha dicho que he vuelto, 2003).
No podemos terminar este resumen, sin dejar de mencionar a novísimos autores muy destacados como Leonardo Valencia (La luna nómada, 1995) el más internacional de los jóvenes escritores; un novelista urbano: Oscar Vela (La dimensión de las sombras, 2004); Germán Ochoa (Agua Colla, 2004); José Hidalgo (La vida Oscura, 2003, Historias cercanas, 2005), Charo Mejía (El Duelo, 1999, De culantro, perejil y otras yerbas venenosas (2004), Daniel Félix (Historias de Peyoteburgo, 2005), Gabriela Fernández (La noche de Eva, 2005) y los más recientes: Juan Carlos Moya y Yanko Molina. Y para poner un gran punto final a nuestro recorrido por la narrativa ecuatoriana del siglo XX, debemos nombrar a los autores que brillan en el escenario actual del relato infantil. Algunos de ellos vienen de otras prácticas literarias. Hernán Rodríguez Castello, cuya gigantesca producción, siempre erudita e inteligente, lo ubica entre los críticos mayores de nuestra historia; Gustavo Alfredo Jácome, Alfonso Barrera Valverde, Alicia Yánez Cosío, Carlos de le Torre Flor, Edgar Allan García, a quienes ya mencionamos anteriormente, se juntan a escritores de renombre y muy especializados en la literatura infantil: Etna Iturralde, Francisco Delgado Sánchez, Graciela Eldrege, Soledad Córdova, María Fernanda Heredia, Leonor Bravo, Ana Catalina Burbano y, entre otros, una poeta: Catalina Sojos. Hasta aquí nuestro resumen. Aunque, en gran medida, es una síntesis de nuestro libro aún inédito El cristal con que se mira, hemos querido hacer, en esta vez, una especie de hoja de ruta del relato ecuatoriano. Quedarán fuera muchas obras y autores y habrá omisiones injustas e involuntarias que quizá la memoria del autor de estas notas haya desatendido. Y es lógico que así sea. Pero ocurre que todo resumen es excluyente y parcial. Deja de lado muchos aspectos que –como siempre ha ocurrido– en el futuro podrán ser redescubiertos e, incluso, volverse dominantes en la literatura. Estamos seguros de que los nuevos libros que constan en esta reseña, contienen, ya, explícita o implícitamente, muchos elementos trascendentes que quizá pronto veamos desarrollados en su cabal plenitud.

 

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