Lo más lindo que hay

pablo silva 250La vida es una distracción permanente que ni siquiera
permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae
Franz Kafka

 

–Va a llover.
–No. No va a llover. Vas a ver que no.
El Capincho alargó la mano hacia arriba, como si fuera a recibir una moneda.
–¿Y ésto? ¿qué es? ¿Viste? Yo te dije.
–No es nada. Una nube.
Extendí la mano a mi vez, poniendo la cara más inexpresiva posible, pero estaba claro que nada convencía al Capincho.
–Técnicamente –dije– ni siquiera es garúa ¿no ves que no moja el piso?
Miré la ruta y más allá la playa, donde la gente se bañaba o se aprontaba para ir a comer.
–Es tan mínimo que… ¿técnicamente sabés qué es? Solo en el País Vasco tienen nombre para algo tan chico como esto. Le dicen chirimiri. Una garúa tan pero tan fina que no moja el piso.

–Pero te moja a vos. Qué cagada, viste, yo te dije, no vamos a poder jugar. Y encima el pelotudo de tu amigo no viene.
Me tiré para atrás en la silla de plástico de la terraza –de algún modo había que llamar al terreno de aquel bar paupérrimo frente al mar– como si estuviera contemplando mis dominios y no un balneario de medio pelo de la costa este uruguaya.
–Relax, Capincho –crucé los dedos detrás de la nuca– ¿qué importa si moja algo? Mejor, así la arena está más dura.
Pero mi amigo era séptimo hijo varón. Tal vez no tenga nada que ver pero es posible que eso lo haya hecho un pesimista insoportable.
–Dejate de joder. Vas a ver, se viene flor de lluvia. Qué cagada.
A excepción de la nuestra, las cuatro mesas estaban desiertas. Se veía que era lo habitual a esa hora del mediodía porque hasta ahora nadie había venido a tomarnos el pedido.
–¿Por qué no aflojás un poco y disfrutás de la vista? –dije para cambiar de tema– ¿No querés tomar algo?
Lo dije en serio, porque el espectáculo del mar era realmente insuperable, pero también podría haber sido un buen chiste: a menos de tres metros un gran patito amarillo se alzaba con unas riendas ridículas para ser montado por eventuales niños; un poco más allá, los caballos marinos de una calesita despintada sonreían sin motivo, junto a otra calesita surtida de robots, autos y naves espaciales. El “parque” se completaba con una piscina de goma donde flotaba una gran rueda transparente e inflable.
–¿Qué vista? –se quejó el Capincho– Yo vine a jugar al fútbol y encima de que aquellos no vienen empieza a llover.
Me extrañó que esta vez no agregara “qué cagada”.
Aparte de pasarse la vida estudiando Medicina y de ser bastante pesimista, mi amigo es un tipo entrañable. No sale nunca, por eso le dije que viniera. Pero ya me estaba arrepintiendo. Francamente pensé que vendría en otra cuerda. Cuando éramos chicos quería que le dijeran Lobo, o al menos Lobito, por ser séptimo hijo, pero no tuvo suerte, alguien le puso Capincho y ahí le quedó. Nunca supe porqué, quién sabe en qué momento y por qué empiezan las cosas ¿será porque ya era gordo? Aunque yo no lo recuerdo tan gordo. Pero eso fue hace mucho. No sé si los gurises de siete, ocho años se fijan en esas cosas. Seguramente sí, pero yo me fijaba en otras cosas.
–Bueno, por lo menos yo voy a pedir algo.
Lo dije para disimular el hecho de que aquellos estaban demorando más de la cuenta. Seguro que recién se estaban levantando, pero el picado en la playa peligraba. Habíamos quedado a la una, antes de almorzar. Como no quería dar el brazo a torcer busqué a la moza, una cuarentona de pelo negro con camiseta y jeans que, en un rincón plastificado bajo la pérgola, hablaba con otra gente. Tenía una presencia exquisita, de la que era muy consciente, sobre todo cuando sonreía con los ojazos azules, así que la usó para disculparse por no habernos atendido y nos trajo una coca cola de litro y medio. Enseguida volvió al mismo lugar y siguió conversando como si nada hubiera pasado.
Empecé a servir los vasos cuando el Capincho volvió a atacar:
– ¿Y vos decís que no llueve?
Una rubia con cola de caballo salió de la nada –bueno, en realidad salió de debajo de la extensa pérgola que rodeaba el frente del bar, detrás de las mesas de pool– con una lona gris que desplegó sobre la cabezota del patito gigante. Después, ayudada por un tipo que sí salió de la nada, tapó las dos calesitas. La piscina y la rueda quedaron bajo el suave repiqueteo del agua.
–¿Y ahora qué? –levantó los hombros y abrió las manos–Te dije, una cagada.
Iba a contestarle algo duro pero lo pensé mejor y largué la risa. Por la ruta los autos seguían pasando lento y en la playa la gente, ahora sí, salía del mar.
–Mirá –dije– pobre pato.
La lona empezó a resbalarse y parte de la cabeza amarilla quedó bajo la llovizna. Algo que a la rubia, dondequiera que estuviese, no pareció importarle.
–Y si aquellos siguen sin venir ¿qué hacemos?
Sinceramente no me acordaba de que el Capincho fuera tan pesado. Cuando éramos chicos no era así. Pero es cierto que la gente cambia con los años.
–Tranquilo –dije sin ganas– Tomate un trago y haceme caso, disfrutá de la vista.
Se bajó el vaso de coca cola y lo depositó secamente sobre la mesa.
–Che, el ciber ¿estará abierto?
–Y yo qué sé ¿cuándo te dijo que lo abren?
–La rubia dijo a las catorce.
–Falta media hora ¿esa es la mina del ciber?
–Sí, es la misma. Se ve que cuida todo, el pool, las calesitas. ¿No querés jugar un pool?
–No. Pero el de la fábrica de pastas ¿no nos dijo que abrían a la una?
–Sí, pero a mí la tipa me dijo las dos.
Chisté cabeceando como si fuera un gerente.
–Poca gana de trabajar. Mirá cómo tapó los juegos.
–Ninguna. Ese pato se va a mojar.
–¿No te gustaría comprar una entrada para el trencito o la nave espacial?
–Qué boludo. Y aquellos siguen sin venir. Está visto que hoy no jugamos. Yo creo que me voy a ir.
–Pará Capincho, tranquilo. Tomate otro vaso ¿no ves que ya paró?
Se había despejado. El sol volvía a arremeter con fuerza aunque a lo lejos, en el mar, el horizonte se fundía en una franja oscurísima. Pensé seriamente en que tal vez Nelson y el Mono no vinieran. “Capaz que se acostaron tarde”. Pero no, era imposible que no vinieran por eso, trasnochar no podía ser el problema. El Capincho se levantó de su silla.
–Voy a ver si me habilitan una máquina.
–Bueno, vaya. Si se tiene fe, vaya a escribirle a la novia.
–Muy gracioso. Avisame si llegan a venir.
–Pará ¿No querés otro vaso?
No se dignó a contestar y quedé con la botella en la mano viéndolo dirigirse hacia el ciber. “No importa”, pensé, “seguramente la rubia le va a decir que todavía no es de hora de abrir o algo por el estilo”. Hoy el mundo entero parecía decidido a hacernos esperar.
Una nube oscura y monstruosa avanzó sobre la playa y de repente sopló un viento frío: unas gotas –estas sí, gordas y normales– cayeron sobre mi cabeza. “Menos mal que se fue”. Después de todo era una suerte no tenerlo al lado comentando los vaivenes del clima. A grandes males, grandes remedios: corrí mi asiento hasta quedar bajo la sombrilla y me serví otro vaso. No me di cuenta de que silbaba bajito, cuando la cabeza del Capincho apareció bajo la pérgola.
–¿Viste? te dije, está lloviendo.
Puse la botella en la mesa con fuerza, como si quisiera aplastar un insecto invisible con ella, y reprimí entre dientes un “dejate de joder”. A duras penas logré aguantarme las ganas de mandarlo a la mierda.
–No jodas Ernesto –dije en voz alta, indignado– El fútbol en la playa, y encima con lluvia, es lo más lindo que hay.
Algo de mi furia debe haberle llegado porque frenó cualquier otra queja, guiñó un ojo y desapareció tras las columnas.
–No sabe lo que dice, amigo.
La voz cavernosa, lijada por el aguardiente y los años, sonó al costado, o más bien unos metros detrás. Giré y un hombre de semibarba blanca desvió su vista hacia el mar, como si no hubiera hablado. Estaba sentado en la última mesa, una de las que antes estaba vacía. Tenía el cutis rojo y un aspecto descuidado. Muy abstraído, se llevó a los labios un vaso con líquido amarillento.
Era imposible decir desde cuándo estaba allí o cuándo le habían traído el vaso –era raro, no se veía la botella– pero era evidente que toda la escena, el gorro azul, el pelo cortado a los hachazos, los callos en las manos o la vieja camisa de color indefinido a punto de explotar por el cuerpo hinchado, encajaba perfectamente con aquel rincón al borde de la ruta, al lado de la pérgola plastificada, allí donde la curva parecía más cerrada y donde todo caía bajo la vista de sus ojos, siempre fijos en el mar, como si el resto del mundo no importara. Si no se hubiera movido, habría podido pasar por una fotografía preparada, una imagen típica de bar de pescadores en un balneario pobre.
–Parece lindo ¿no? –esta vez me miró un segundo, dejando en claro que se dirigía a mí, aunque la voz le bajó como si anduviera en punta de pie– Si uno lo piensa por arriba es un juego lindo. La arena, los pies descalzos, la alegría de la contienda, los gritos, las olas …
“La contienda” pensé “dijo la contienda”. ¿Quién usa esa palabra? Lo miré con curiosidad y sus ojos enrojecidos me escrutaron sin piedad. Pensé en decirle algo pero no se me ocurrió qué, así que cobardemente lo imité y miré al costado, a la lejanía. Más allá del patito y la pérgola, la calle bajaba hasta la ruta. Ni rastros de Nelson y compañía. Consulté la hora en el celular, eran las dos y cinco. Sonreí. Seguramente el Capincho había logrado que le habilitaran una máquina. Empecé a preocuparme, a lo mejor este reencuentro había sido una mala idea –una mala idea mía– . No se pueden juntar amigos de antes con amigos de ahora, al menos no así como así. Igual me extrañaba que Nelson y el Mono…
–El fútbol en la playa, y con amigos…
La voz cascada sonó más firme esta vez. El viejo se incorporó a medias y apoyó los codos en su mesa.
–A mí también me parecía lo más lindo del mundo –los ojos hinchados se perdieron en la mansedumbre del mar– Era porque todavía no sabía lo que podía llegar a costar. Un picado en la arena puede tener su valor, pero también tiene su precio. Si lo tendrá. Puede costar mucho.
Lo dijo como si hubiera asentado una nueva teoría de la gravedad o algo por el estilo.
Nunca me han gustado los tipos que te hablan en un bar sin que nadie se los pida, y más si están borrachos, aunque tenía que reconocer que este tenía algo especial. Además, las leyes del boliche son claras: si no le contestás, la conversación debe terminar allí mismo. Así que, sin preocuparme demasiado, serví el vaso de coca hasta el borde mientras pensaba si debía o no ir a buscar al Capincho para ver qué hacíamos. Además necesitaba ayuda para terminar el botellón. Si seguía tomando solo, la vejiga me iba a estallar. “La debo tener como una pelota” pensé y luego cabeceé. “Como la que tendría que traer Nelson”. Definitivamente este rejunte de amigos había sido una mala idea.
–¿Sabés? –repitió el viejo– un picado en la arena puede costar mucho. Muchísimo.
Fumó y se quedó ensimismado hasta que dijo:
–Toda una vida.
Ahí confirmé que estaba bastante borracho. Después de todo no era raro, si empezaba a tomar al mediodía…
–Vos –lanzó una mirada amable y comprensiva sobre mí– decime por favor si te molesto.
Alargó la mano, tomó el vaso y lo empinó lentamente hasta vaciarlo. Lo apoyó con cuidado, como si eso ayudara a bajar el líquido que le incineraba las entrañas.
–Usted avisa y yo me callo, ¿ta?
Asentí. Al menos no era insoportable. De última se mantenía dentro de las leyes del bar. Además, todo hay que decirlo, todo él me intrigaba un poco, principalmente porque hablaba con una rara elegancia.
–Se ve que tu amigo está loco por jugar. Lo entiendo. Si lo entenderé. A mí también me pasaba. El fútbol es lindo, un deporte realmente lindo de ver, sobre todo cuando es bien jugado. Pero es tan difícil jugarlo bien… –sacó una botella del piso y se sirvió una medida generosa– Patear una pelota no es lo mismo que tratarla bien. No señor.
Tomó un poco, casi como si necesitara mojarse solo los labios y movió la cabeza.
–Ahora, en la arena, jugar bien al fútbol es sencillamente imposible. ¿De dónde sale, entonces, que un picado en la playa con amigos, y en medio del verano, sea lo más grande del mundo? Y sin embargo, estoy de acuerdo con vos, es lo más grande que hay.
La voz se le quebró inesperadamente, tanto que apuró de nuevo el vaso. Era raro, no parecía ser el tipo de borracho llorón.
–Todo empieza por la arena y el aire. La falta de un suelo liso, de un arco. No hay tribuna, no puede haberla, porque todo conspira contra el fútbol. Y sin embargo…
“Conspira”, dijo “conspira”. Lo miré distinto, más definido en su imagen desprolija y gastada, como si la punta de un lápiz mágico lo recortara en el ambiente.
–En un picado en la playa salvo la pelota, no hay nada que sea fútbol de verdad. Al menos fútbol digno de ese nombre. Y sin embargo… La frase languideció cuando miró la botella, su botella, como si recién la descubriera. La bajó al piso, la escondió detrás de la silla, entre el pasto, y luego la retomó:
–Y sin embargo lo que son las cosas, yo creo que ése es el fútbol de verdad. El verdadero fútbol, el que nació hace miles de años entre pies descalzos y tierras sin arar, azotado por el viento. El que se jugaba con la cabeza del enemigo. Imagínese los cuerpos desnudos, la arena caliente, los gritos ahogados por la rabia de no llegar –inspiró como si necesitara aire para revivirlo con mayor exactitud– el sudor en tierra, los pataleos desde el suelo, el escándalo de un griterío interminable, la barahúnda sin reposo. Sacó un cigarrillo y lo prendió con desgano. Dejó el encendedor en la mesa y lo hizo girar varias veces hasta que se quedó quieto; solo entonces siguió hablando.
–¿Hay algo más elemental que un juego que no se juega para nadie? No se puede ver porque no hay nada digno de ver. Es un fútbol pésimo. Pero desde adentro es otra cosa. Se sienten los choques de músculo y el hueso, la torpeza de los cuerpos, el rigor de la gravedad acentuada por la arena que entorpece pases, provoca torceduras y atenta contra toda premeditación. En ella los movimientos mueren antes de nacer y el juego se vuelve sincopado, sin fluidez, a no ser que la pelota no toque el suelo, entonces, y solo entonces, el fútbol se vuelve un juego de malabaristas, de delfines amaestrados, con una fluidez rara, una fluidez estática, como si fueran fotos sucesivas. Cuerpos acumulados tras una pelota que solo da rebotes irregulares. Eso es el fútbol en la playa. Difícil imaginar a alguien interesado en ese espectáculo, porque es precisamente lo opuesto a un espectáculo. Y sin embargo… sin embargo usted tiene razón: no hay juego más lindo que ese.
Debo haber puesto cara de asombro, porque los ojitos le brillaron rojos y crueles.
–No hay tribuna ni arcos. No hay cancha, todos los límites están en la mente. Se fijan en las mentes de los que juegan, en la mente de los diez o doce cuerpos transpirados. Pero no importa, lo que importa es estar allí adentro, entreverado, jugando. No es un espectáculo. Es algo que se hace para uno mismo. No se puede hacer para otros. Por eso, entre otras cosas, no hay público ni árbitro. Es el fútbol en su esencia más brutal. En el fondo no son más que las simples ganas de jugar, de desafiar y vencer al equipo contrario, de vencerse a sí mismo y nada más. El resto son versos.
Alzó el vaso como si quisiera ver el mar a través del líquido ámbar. Lo bebió de a sorbitos, como si tuviera miedo de que se acabara. Luego dijo:
–Pero a veces la derrota puede ser inimaginable. Puede ser total.
Sin saber porqué bajé la mirada avergonzado. Jamás pensé que se pudiera decir tanto palabrerío sobre un picado en la playa, pero la última frase había sonado demasiado dramática. Se le notaba la búsqueda de efecto. Bajé a la mitad mi vaso de coca. El goteo ridículo de la llovizna había llenado la mesa de miles de puntitos transparentes pero ahora el sol ardía de nuevo. Me refugié en la sombrilla todo lo que pude y miré qué pasaba con el viejo. Miraba al mar con una amargura que realmente llamaba la atención.
Siguió hablando sin mover los ojos del agua, pero esta vez con un tono distinto, más claro.
–En algún momento lo escribí. Todo esto que te dije es una reverenda bosta –pitó fuerte y la brasa se deshilachó con el viento– Basura sentimental. Un picado en la playa, o en un potrero no deja de ser más de lo que es: el reino de los patadura. Un fracaso tosco por imitar a los grandes. A los que saben tocarla y amasarla. ¿Sabés lo que dijo Sylvester Stallone cuando hizo “Evasión o Victoria”? ¿Ubicás? La película de Huston, aquella con Pelé, Beckenbauer y otros como el argentino Ardiles.
Asentí de un modo que no convencía a nadie, porque la recordaba muy vagamente.
–Vos sos muy chico, era una con Michael Caine, bastante mala. Malísima, pero Stallone, que hizo de arquero y que de boludo tiene solo la cara, dijo que algo que me llamó la atención, dijo que siempre había pensado que el fútbol soccer era un juego de brutos. “Ahora sé –dijo en una entrevista– que se parece más a un ballet”.
Y tenía razón ¿sabés cuántos pases se precisan en una cancha normal para llegar de arco a arco? Tres, pero en cada uno tienen que coincidir la velocidad y la distancia con el pie del próximo jugador. La pelota tiene que llegar al lugar donde todavía no está para que él llegue. Ni antes ni después. Se dice fácil. Rocky tenía razón, es un ballet.
Llegado a este punto miré a la esquina, y más arriba, por donde deberían llegar Nelson y compañía. Como lo imaginaba no había nadie.
–Pero hay algo que dicho así puede sonar raro: un picado en la playa te puede arruinar la vida.
Tocó el borde del vaso con los dedos, como si necesitara confirmar su redondez y frunció el ceño.
–Al menos eso me pasó a mí.
Todo; la frase, el gesto, la voz resignada, el empecinamiento en el vaso, el dolor, en fin, todo me pareció impostado, repetido mil veces para enganchar la curiosidad de desconocidos que, como yo, pasaban por aquí y mordían el anzuelo.
–¿No exagerará un poco? –me oí decir sin poder evitarlo.
–Puede ser. Depende de la historia.
En ese momento volvió a garuar y el cielo se cubrió de nubes oscuras. Sin el Capincho, sin rastros del Nelson y el Mono. No había demasiada elección:
–¿Qué historia?
Me miró largamente. Luego asintió con la cabeza, callando, hasta que dijo:
–Dígame ¿Usted cree en la parapsicología? Yo no sé si creer. Antes no creía. Hasta esa tarde, la verdad que no creía nada de nada.
Señaló la playa, el mar, la rambla con un movimiento vago de la mano.
–Pasábamos las vacaciones acá. A Sara, mi mujer, le encantaba porque siempre vino de chica. A los gurises también. Mis hijos tendrían…–hizo un esfuerzo mental para calcular y la gorra pareció bajarle más sobre la frente– …el mayor tendría unos años menos que vos, la del medio catorce y el chico doce. Era sábado, de eso me acuerdo bien, porque siempre empezábamos las vacaciones lo más pronto posible, el viernes por la noche. Era el primer día en la casa. Bajábamos a la playa –volvió a señalarla con el dedo– justo en esa parada. Aunque no todos, porque a la gurisa no le gustaba la playa. Decía que era por las olas, pero siempre pensé que era por el viento, que la despeinaba toda. A esa edad la imagen cuenta mucho: creemos que somos como nos vemos. Todavía no se aprende que ese “nos vemos” no existe, solo existe el cómo nos ven, una voz que comenta lo que nos devuelve el espejo –fumó y la brasa brilló en el aire– Una voz insaciable, por otra parte.
Chistó tocando el borde del vaso y movió la cabeza.
–Yo era bancario, pero en aquella época soñaba con ser escritor. Había ganado un par de premios, o un par de menciones, que para la gente es lo mismo, es decir nada, y eso me había dado la chapa de “raro”. Una forma oscura y coloquial de decir romántico. Que es lo mismo que poco práctico ¿entiende? –el humo se desintegró hacia abajo por el viento–. No sé porqué te cuento esto.
Se rascó la barba rala que le blanqueaba la cara redonda y roja.
–Sí. No lo había pensado, yo también me miraba en el espejo. Escribir en este país es ingrato. Una forma rara de masoquismo porque a nadie le importa, a no ser, claro, que uno se muera en la escalera de una editorial. Allí tal vez, y solo tal vez, te saquen en los diarios. Pero ese es un precio que nadie está dispuesto a pagar. Yo tenía una barra de amigos, tan ilusos como yo. Mi mujer los toleraba a duras penas, los incluía dentro del paquete “todo eso de escribir”. Paquete que aceptaba siempre y cuando no faltara al Banco y trajera puntualmente el sueldo cada mes. No la juzgo, había una familia que cuidar, una casa, vacaciones, necesidades… Una vida que requería su cuota parte de energía ¿Se entiende? El esfuerzo metódico del sí señor y todos los demás peajes. A cambio, en las horas libres me permitía la ilusión de ser escritor. Un creador que salvo sus amigos, tan escritores como él, nadie conocía. Ella sabía que eso me ayudaba a soportar lo otro. Nada original, ¿no? tolerar lo absurdo para aguantar el otro absurdo mayor. Escribir y hablar de libros hasta las dos de la mañana, criticar y pontificar sobre lo que debería ser el arte. El recreo necesario para tolerar la meada diaria de los hombres con corbata.
Despidió un interminable triángulo de humo blanco. Pasaron dos autos con música estridente, repetitiva, chirriante como un rallador: la inevitable cumbia del verano. Negó con la cabeza.
–No era una mala mujer…
lo más lindo 350Se quedó pensativo unos segundos, con la mirada ausente, hasta que agregó:
–Con unos años más, yo era como vos. O mejor dicho, estaba empezando a dejar de serlo. Tampoco esto es muy original, las ilusiones se terminan cayendo. Cómo explicártelo, los cordones de mis zapatos ya no estaban desatados como los tuyos, a propósito –miró al suelo, se golpeteó los dientes con la uña del pulgar– Disculpame, me voy por las ramas. Aquel día invité a la barra de escritores. Como cualquiera se puede imaginar, en la vida real mis amigos se dedicaban a cosas serias. A veces escribían. Cuando sus mujeres no podían oírlos, compartían sueños y quejas a partes iguales. Las quejas eran las habituales: la falta de reconocimiento y la constatación de acomodos y amiguismos. Injusticias por el estilo, que en toda época y lugar castigan al talento sin audacia, que por otra parte era el que practicábamos todos. Está mal decirlo pero a la distancia, jugábamos al empate. Igual, nada de eso menoscababa nuestras ambiciones. Teníamos ganas de brillar.
Para ser sincero no sé porqué los invité. El aire y la playa no se llevan con los rostros pálidos y las panzas de los literatos. Es una casta sedentaria, pero la realidad es que vinieron y después del asado alguien mencionó la palabra fútbol y todo el mundo lo celebró. La única que alzó la voz en contra de que fuéramos fue mi mujer. Dijo lo habitual, “ustedes no están en condiciones”. Pero los gerontes –nos llamábamos así, en broma– contestamos que la llama aún estaba viva. Es curioso… – tiró el cigarrillo a la ruta y se quedó mirándolo–… Pero si todo hubiera ocurrido antes de la picada y el whisky, tal vez no hubiera pasado nada.
Como si el sonido lo reactivara, dio un golpecito a la mesa y reaccionó:
–En fin, fuimos a la playa con mis hijos y algún amigo de ellos. Mi hijo mayor era un excelente mediocampista. Supongo que todavía lo seguirá siendo.
Era claro que no estábamos listos para asumir ni la edad ni la falta de ejercicio pero nada de eso tuvo importancia ante la evidencia de que para jugar un picado en la playa no se precisa más que ganas y una pelota. Y allá fuimos. Antes de salir Sara me llamó aparte y me suplicó que al menos yo no jugara. Mencionó el colesterol, los calambres, la posibilidad de una fractura. Es ridículo, y me cuesta decirlo, pero me sentí tocado en mi hombría. Peor, y esto sí que da vergüenza: flotó en mi mente una vaga escena de tiempos inmemoriales, la del héroe griego demorado por los ruegos de su esposa. Lo cual, claro, no hizo más que aumentar las ganas, y la necesidad, de jugar. Debe ser algo que está en la especie humana, porque la historia se repite hasta el cansancio, cada pedido de prudencia engendra su contrario.
Así que, haciéndola corta, aparté las aprensiones y bajamos acá –señaló con un gesto la playa y la miró largamente.
–El primer error fue que quisimos jugar en serio. Varios dijeron que había que alejarse de los niños, de las pelotas de colores y de los baldecitos de arena. Yo no lo vi tan claro. Ahora sé que estaban totalmente equivocados. Aunque no lo parezca, alejarse de la gente que toma sol en la orilla no es lo mejor porque lejos del agua la arena está mucho más suelta. Es el peor lugar para jugar un picado. La pelota corre mal y sobre todo cansa más. Los músculos trabajan el doble y el sol pica con más fuerza. Sin que te des cuenta te pone a punto de caramelo. Y desde luego, nada –alargó exageradamente la primera a– nada de eso favorece los ánimos.
Resopló como si le costara seguir hablando, o como si la enésima versión de la historia lo indignara tanto como la primera. Cerró el puño, tocó con él el borde de la mesa. Luego lo abrió y apoyó la mano. Se la miró. Volvió a hablar sin levantar la vista.
—Al principio nos enloquecimos jugando. Corríamos frenéticos, sin ton ni son. Si hubiéramos jugado solo con la barra, no habría pasado nada. Mis cuatro amigos eran cuarentones que se movían como focas, por espasmos, en una guerra perdida de antemano, donde los músculos reales arruinaban las imágenes que cada uno tenía de sí mismo. Todo era un quiero y no puedo. Pero qué se le iba a hacer, éramos plumíferos y amábamos al fútbol.
El problema es que también fueron mis dos hijos, que todavía me hablaban, más los dos amigos del mayor. Ellos ponían la sal y la pimienta a una pelota que picaba como el demonio. Siempre me he preguntado en qué momento empiezan a suceder las cosas. Realmente. Usando el término en su sentido químico, cuándo es que se precipitan. A esta altura no hay una respuesta segura. Según el día algunas veces pienso una cosa, (por ejemplo, que ese partido fue el origen de todo), otras que no, que todo empezó a desbarrancarse con las palabras de mi mujer, que de algún modo tiñó de presagios oscuros lo que era un simple picado en la playa. Pero luego creo que nada de eso es cierto. Por más vueltas que le doy, todo es un divague. El destino no termina ni empieza nunca. Como decían los griegos, siempre se está tejiendo.
Por ejemplo ¿alguien puede decir en qué momento se pica un partido? Es muy difícil. Señalar una entrada fea, un festejo excesivo, una sobrada, un caño mal digerido. ¿Uno solo?¿cuál? Por más que lo he pensado, no puedo decir cuándo se pudrió el partido.
Ganar frente a los amigos, sobre todo cuando se ha perdido tanto, da un impulso que debe ser manejado con cuidado. La victoria es dama esquiva y mareadora, y hasta en un simple picado puede llegar a nublarnos. Curiosamente ni mi hijo ni sus amigos dieron señales de molestia ni de enojo. Jugaban por jugar. Como debería ser y como fue, hasta que mi cuadro empezó a perder.
Conmigo tenía a Eduardo, mi hijo mayor, el Mincho, un novelista que se definía como campero, y un poeta medianamente conocido al que llamábamos El Byron. No era un mal cuadro, pero empezamos a perder a los quince minutos frente al Guille y Germán, los dos amigos de mi hijo, que la hacían de goma acompañados por el resto de los escribas, Cayetano y Raimundo, dos cuentistas risueños y fosilizados que hacían como que jugaban sin pelota mientras comentaban frases sarcásticas y eruditas.
La distancia de goles se abultó enseguida pero igual mantuvimos la calma, porque después de todo aquello era un picado entre cuarentones que vociferaban tras una pelota, ahogados por el esfuerzo. En un momento El Byron, demasiado cargado de kilos, cayó extenuado, o mejor dicho se tiró en la arena, panza arriba. Se dio vuelta como una tortuga y ahí quedó, sin aire. Los otros aprovecharon para atacar sin contemplaciones triangulando con piques imprevistos mientras nosotros, obligados por la baja, nos parapetábamos en la última línea buscando defender y evitar el gol. Ellos avanzaron en un movimiento de pinzas y yo les salí al cruce, tratando de anticipar, concentrado en bloquear el último pase, cuando choqué con mi hijo. No sé si fue por la tensión o una simple distracción, pero el caso es que chocamos espalda contra espalda y caímos revolcados sin remedio en la arena. El arco quedó vacío y la pelota entró empujada por la alevosía lenta de Germán, el amigo de mi hijo, que ni siquiera quiso festejar.
En otro momento esto hubiera sido gracioso, pero pienso que a la distancia ese gol mansito cambió muchas cosas. Deber haber sido allí que apretamos la marca. Y como es natural, siempre hay alguien que contesta poniendo una pierna mas fuerte…
Miró al horizonte, y murmuró “qué desastre” en un tono casi inaudible mientras se llevaba el vaso a los labios. Luego lo depositó en la mesa y cabeceó.
–¿Se picó mucho? –pregunté.
El viejo arqueó las cejas, como si no comprendiera el sentido de la pregunta.
–No –dijo– Para nada. No precisamente. Después de esa reacción media dura, alguien pidió calma y todo volvió a la normalidad.
–No lo entiendo.
–El juego no se picó por los adversarios.
Lo miré intrigado. Debo haber alzado las cejas, porque él sonrió.
–Qué hacés papanata.
–¿Qué?
–“Qué hacés papanata. Así nunca vamos a ganar”. Esa frase fue una de las que le colgué a mi hijo. A cierta altura de la vida queremos convencernos de que el ridículo disminuye si todos reímos por igual. Pero los jóvenes odian el ridículo. Le temen como a la peste. Algo natural. A mi hijo no le gustó nada la frase y me gritó una parrafada adolescente, una fórmula, algo así como “ponete las pilas de una vez”. Dio el ejemplo saliendo a marcar y a cubrir espacios, a remar un partido contra adversarios que no eran tontos, eran poetas agrandados por la ventaja de dos o tres goles sorpresivos. En esas circunstancias el partido entra en un repecho, la pelota exige un esfuerzo tremendo. Es como cazar una mariposa a martillazos. Y si encima de todo no sabés manejar el martillo…
Pronto perdíamos por cuatro o cinco tantos. Aquello iba de mal en peor y por querer compensar mi falta de habilidad la terminé de embarrar. Fue un error, este sí consciente. No me duelen prendas, al fin y al cabo soy o era, un escritor y la palabra es lo único que tenemos. Para diluir el ridículo me puse a relatar el partido con la verba florida de los locutores de antaño. Naturalmente todos reían, o mejor dicho, todos mis amigos reían, y eso me daba más energía. Los amigos de Eduardo –y sobre todo él, Eduardo, mi hijo– apenas sonreían. No querían festejar porque lo conocían bien. Y por lo que vino después, lo conocían mejor que yo. Él no reía. Y cuanto más aumentaban las metáforas (“el esférico rueda por la carpeta dorada y sinuosa”), y cuanto más complicaba los hipérbaton (“incurre en un gol digno de una épica inmemorial y desconocida”) y cuanto más se alargaban las anáforas Eduardo juntaba más y más presión. Por otro lado, y seguramente al contrario de lo que él pensaba, ninguna de estas payasadas tenía un efecto real en el juego. Todo siguió más o menos igual, cierto que cuanto más me burlaba más goles nos hacían. Estoy seguro de que una cosa no tenía nada que ver con la otra pero la derrota, más que la victoria, necesita explicaciones. Y si son fáciles, mejor. Para alguien que se toma el juego en serio, y fíjese que contradicción, jugar en serio, un pensamiento tan paupérrimo como ese, “las guarangadas de mi padre nos están haciendo perder” tenía la fuerza de un bálsamo. Es comprensible. Sirve para soportar lo que nadie quiere soportar. Mi hijo jugaba en serio, mi hijo no quería perder. Y yo tampoco, y por eso mismo hacía las bromas y por eso mismo él las odiaba. Igual siguió sin decir nada, intentando remontar lo irremontable. En el fondo solo quería una cosa, que me callara de una vez. Pero no lo decía. Esto es importante –me miró serio remarcando el punto– Nunca dijo nada.
Terminó de fumar el cigarrillo y los ojos enrojecidos quedaron ensimismados en la línea de la costa.
–Los padres no siempre estamos a la altura. En realidad casi nunca lo estamos, y sobre todo frente a los amigos. Es natural, ¿no?, desoír las voces que te dicen basta de una buena vez…
–¿Y qué pasó?
–Seguí con lo mismo. Hay un momento en que se asume la derrota como irreversible. Hay varias formas de reaccionar a esto. Una de ella es la de ahora ya no importa. Yo seguí hablando con una prosa cada vez más barroca y también pidiendo que me la pasaran. En un momento de distracción lo conseguí. No lo esperaban y pude superar a uno de ellos, nada menos que a Germán. Solo quedaba el otro amigo de Eduardo, el Guille, que me miró sorprendido por tanto ímpetu. Frené y lo esperé, me salió al cruce. En ese instante supe que o bien la pasaba a un costado para que entrara alguien y lo hiciera, o bien la corría un poco más, cambiando de pierna y después la pasaba. No me tenía fe para eludirlo pero tenía la suficiente sangre fría para arrastrar la marca y pasarla. Y así lo hice, siempre gritando “la agarra Zidane, se arrecuesta en la brisa, hamaca el esférico, lo esconde mágicamente entre los pies, amaga un pase corto…”
En un primer momento no lo entendí, pero vi cómo el mundo se llenaba de arena hasta hacerse negra por completo, justo medio segundo antes de que estallara el ardor en la frente. Todo negro con un chirriar granuloso en la boca y en la lengua, entre los dientes, pero nada de esto importó tanto como el tirón allá abajo. Eso si fue algo más concreto, algo interno y gomoso que me absorbía toda la atención y me inauguraba un dolor nuevo y elástico que nacía con el pensamiento de no puede ser no puede ser me jodí de nuevo, en una voz que iba y venía por todo el cuerpo y que me costó reconocer como mía dentro del collar de voces que chillaban alrededor y que se movían como sombras bailarinas.
–¿Te duele?
–Cayó mal, muy mal.
–Tiene que ver un médico.
–¿Cómo te sentís?
–Pinta mal ¿no?
Todo, el mar, el viento, las voces, la realidad en su conjunto había pasado a un segundo plano porque yo sabía que me había esguinzado. Si pudiera tan solo volver atrás, tan solo un instante, un segundo.
Cuando abrí los ojos encontré a Eduardo tirado a mi lado, de piernas abiertas, el pobre solo repetía Te la iban a sacar, yo no quise… la reputísima madre, perdón, perdón, perdón.
Yo todavía no terminaba de entender las palabras de mi propio hijo, trancado por… ¿no jugábamos en el mismo cuadro? El tobillo punzaba como el demonio, como si tuviera vida propia. Al primer intento vi que no podía pisar en absoluto. Tuvieron que llevarme en andas hasta la casa. Esa noche tenía un huevo de avestruz allá abajo, un bulto que seguía engordando, al costado, mientras yo no podía sacarme la pregunta porqué había ocurrido todo, cómo se explicaba que mi hijo hubiera hecho lo que hizo. En vano repetí y repitieron las palabras accidente, mala suerte o desgracia, que siempre se repiten. En vano reproché mi comportamiento, o traté de minimizar las culpas y en vano repetí los consabidos chistes malos que no lograron disminuir o distanciarme de nada. En vano intenté terminar el día como lo habíamos empezado, porque ya todo había cambiado.
Esa noche la pasé con bolsas de hielo y acosado por remordimientos y reproches mientras Sara iba y venía con analgésicos y antiinflamatorios, para arriba y para abajo, trayendo almohadas, preparando cosas, en silencio, sin decir nada, sin una sola recriminación, resignada pero en guardia, protegiendo a su cachorro de acusaciones que a esa altura solo existían en su imaginación de madre. Mis amigos se fueron enseguida. Esa noche mi hijo se acostó sin cenar, porque decidió no probar bocado. Todo –las vacaciones, el descanso, la alegría, las visitas– todo lo que recién comenzaba acabó de un momento para el otro. De esto me di cuenta enseguida, pero nunca imaginé hasta qué punto sería verdad.
El viejo prendió otro cigarrillo y dio una pitada profunda: un triángulo casi perfecto, encrespado por el humo, empezó a disolverse en el aire.
–Es el efecto mágico del destino: convertirnos en otra cosa de un momento para otro. Somos uno y al instante siguiente somos otro, sin posibilidad de vuelta atrás. Durante la mayor parte de la vida porfiamos en creer que todo discurre lentamente, en una sola dirección, pero entonces el universo parpadea y ya somos otro. No es una novedad, claro, nunca lo fue, pero la mayor parte del tiempo es una verdad que elegimos ignorar.
Esa noche dormí con el pie en alto y rodeado de almohadas. Leí hasta tarde una novela del español Cercas, Javier Cercas, un libro que me entusiasmaba pero que nunca terminé. Recreaba el primer caso de delincuencia juvenil en la transición española. Recuerdo el vértigo del peligro, la adrenalina de las armas, la compulsión juvenil por el delito, todo contado de un modo muy intenso. No me sorprendió entonces que esa noche soñara con una joven de piel cetrina, ojos verdes y pelo muy negro. Es algo que me pasa, o me pasaba. Cuando leía algo que me gustaba mucho, a veces soñaba con eso. La chica se escondía en una casa vacía, bajo una ventana que daba a la calle. En el cuarto había un único mueble, un escritorio o una mesa de vidrio, a un metro de la ventana. Ella se escondió ahí abajo, aterrada. Se quedó quietita, apretándose las rodillas con las manos. Esperaba asustada, cada tanto miraba hacia arriba, a quien sabe qué peligro. Yo quería avisarle que tenía que huir cuanto antes de allí porque ellos, no se sabía quién, venían. Pero no podía hacerlo porque yo estaba en otro plano de realidad. Solo podía ver lo que pasaba pero no podía intervenir. Un haz de luz recorrió la ventana e iluminó brevemente el cuarto vacío. Quise decirle algo pero un puño enguantado, o un arma, hizo estallar el vidrio y se escuchó un grito.
En ese momento, pero en la realidad –en la realidad que llamamos vigilia– Sara me codeó y gritó:
–¡Qué pasa!
Un muchacho –la sombra de un muchacho– golpeó con los dedos el vidrio de nuestra ventana.
–Maicol, Maicol, ¿estás ahí? –dijo nervioso.
Sara se levantó como un resorte y se acercó a la ventana:
–No, acá no es, esto es una casa de familia.
Intenté levantarme pero el dolor me tiró atrás. Igual alcancé a ver la silueta con la visera ancha del gorro, inconfundible, recortada por la luz de la calle. Con tono de sorpresa el muchacho dijo:
–¿Eh? ¿cómo? Disculpe, disculpe –y salió corriendo como una exhalación.
Lo vimos alejarse calle abajo. Eran las dos de la mañana. Quedamos electrizados. Sara se vistió y en ese estado viscoso del entresueño quise acompañarla pero fue imposible, un tirón me volvió a la cama en el acto. Ella fue a la cocina, prendió las luces y miró a ver si faltaba algo. Le dije que volviera pero lo dije por decir, porque la conocía, sabía que no volvería a dormir hasta estar segura de todo.
–No salgas –grité en voz baja pero solo oí su chistido. Hasta en esas circunstancias Sara pensaba en no despertar a los gurises. Al momento siguiente oí su grito ahogado:
–¡Los championes! ¡Robaron los championes de Eduardo…! ¡y la camiseta!
Lo vio desde la ventana de la cocina. En vano me digo que tendría que haberme levantado, porque el mundo está saturado de cosas que tendríamos que haber hecho y no hicimos; a veces pienso que flotan a la deriva en el éter de las galaxias como los satélites que ya no sirven, generando una especie de basura metafísica en el inconmensurable espacio de la Nada. Sara abrió la puerta del fondo y salió al patio rodeado de árboles, oscuro, abierto y con salidas hacia todos los lados.
El viejo calló de pronto. Los ojos enrojecidos se detuvieron en el vaso. Lo tomó y estudió el líquido. Después de eso se lo bajó de un trago. Dijo entre dientes:
–Esa fue la última vez que la vi viva.
La revelación tuvo la fuerza de un impacto físico: tiré la cabeza hacia atrás y trastabilleé en la silla. Lo miré sin poder creerlo. Me pareció que había cambiado en ese instante. Lo sentí arruinado, viejísimo. Quise decir algo pero no se me ocurrió qué. Fragmentos de preguntas (“no entiendo, qué pasó, cómo fue, dónde…”) desfilaron por mi mente y desaparecieron casi al mismo tiempo. Desvié la vista hacia el mar, que reverberaba con los brillos del mediodía. Vi pasar algunos autos, uno rojo en particular, con una niña de pelo agitado que me miró con frialdad, como si me despreciara. La gente se alejaba de la playa y se encaminaba en busca del almuerzo en un movimiento que recordaba vagamente a un hormiguero. Todo seguía igual, sin novedades, pero todo era distinto.
El viejo volvió a vaciar el vaso –lo había llenado sin que yo lo hubiera visto– y en un gesto rápido, movió la barbilla hacia delante, como si eso lo ayudara a terminar de tragarse el líquido.
Más para no verlo que por otra cosa, miré para otro lado y vi las siluetas de Nelson, Rafa y dos más, que venían bajando por la calle, uno de ellos con una pelota. Me hicieron señas y se encaminaron hacia nosotros. Imaginé que reían. Con la secreta esperanza de poder preguntar algo que todavía no se me ocurría, esperé a que el viejo hablara, pero lo único que hizo fue prender otro cigarro y quedarse ensimismado en el mar. Tuvo que pasar más que un momento para que me diera cuenta de que eso era todo. No había más. Ese era el fin que el viejo elegía para terminar su historia.
A falta de otra cosa dije:
–Bueno… –me levanté– … la seguimos en otro momento.
No hubo reacción. El viejo movió la mano en un gesto vaguísimo, que tanto quería decir “hasta nunca” como “no me molesten más” o “suerte”. Enfrascado en el mar, arrugó la frente y siguió fumando sin decir nada.
Me llevé la botella de refresco para que lo terminaran los impuntuales, quienes, ajenos a todo, seguían sonriendo. Les hice una seña para que me esperaran y fui al ciber, a buscar al Capincho. Lo encontré charlando entusiasmado con la rubia.
–Llegaron los otros –dije sin entrar.
Contrariamente a lo que yo esperaba, la cara del Capincho se iluminó; tantas eran las ganas de jugar al fútbol que no le importaba la rubia. La saludé con la cabeza y dije:
–Flor de conversador ¿eh?
Ella ladeó la cara y los rasgos simples y redondos la hicieron más linda de cerca que de lejos. Con un tono algo meloso dijo:
–¿Lo decís por tu amigo…? Ah no ¿por aquel señor? Sí. Viene todos los días. Es muy amable pero tanto como conversador, no sé. Es muy correcto. Siempre se sienta allí.
–Se nota que vive acá todo el año.
La muchacha lo estudió como si lo viera por primera vez y negó con la cabeza.
–No, no creo. Pienso que es como yo, de Montevideo.
Le cobró al Capincho la media hora de ciber y mientras contaba las monedas lo pensó mejor y dijo:
–El que sabe es Víctor. ¡Víctor!
El mozo vino enseguida. No lo había visto antes, era un hombre antiguo, vestido con chaqueta blanca, de bigotito fino. Muy atento, y muy escueto al hablar.
–Decime Víctor, el señor de la 4, el que viene todos los días ¿es de La Ensenada?
–¿El escritor? No, hará algunos años que vive acá.
–Estábamos conversando de él.
Se notaba que la rubia no tenía mucho que hacer, y que el mozo era un tipo de pocas palabras, porque la miró sin decir nada. Entonces la rubia comentó:
–A la señora le pasó algo horrible, ¿no?
Víctor alzó las cejas y nos miró.
–Venía con la familia a pasar los veranos acá –hizo un movimiento rápido con la cabeza, como si negara– A la señora la degollaron hace años.
El escalofrío atravesó el umbral y creo que nos tocó a todos por igual. Sin embargo, sentí que estudiaban mi reacción.
–¿Y? –dijo el Capincho asomándose– ¿nos vamos o no?
Seguí en silencio y la rubia cabeceó compungida.
–Pobre –dijo con ternura– por suerte no es de los que molestan.
El mozo cabeceó igual y también se sintió en la obligación de decir algo.
–Bajaban en esta parada. Una desgracia. Un robo, una estupidez.
Saludé con la cabeza y le hice una seña al Capincho. Me sentía incómodo, como si algo interno, un órgano o una víscera, no encontrara el acomodo habitual. Salimos. Afuera el sol por fin había vencido a la lluvia. Cuando bajamos a la playa, un arco iris atravesaba el cielo y se hundía en el mar.

 

pablo silva 350Pablo Silva Olazábal
Uruguay, 1964. Escritor, periodista y gestor cultural, licenciado en Comunicación, publicó el volumen de cuentos La revolución postergada y otras infamias (2005), el de relatos Entrar en el juego (2006), la entrevista Conversaciones con Mario Levrero (2008, con ediciones ampliadas en Chile en 2012 y Argentina en 2013) y las novelas La huida inútil de Violeto Parson (2012) y Pensión de Animales (2015), además del ebook de cuentos Lo más lindo que hay (2015), publicado por Ediciones Outsider, editorial digital argentina. Desde el 2005 está al frente de programas de radio dedicados a libros y escritores. Desde el 2010 conduce La Máquina de Pensar, de lunes a jueves en Radio Uruguay 1050 AM.

 

 

Lo más lindo que hay enviado a Aurora Boreal® por Pablo Silva Olazábal. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Pablo Silva Olazábal. Carátula Lo más lindo que hay © cortesía Pablo Silva Olazábal. Foto Pablo Silva Olazábal ® Pablo Silva Olazábal. El cuento "Lo más lindo que hay "está vinculado (da título) al ebook. Para descargar el libro pulse aquí.

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