Tras la sombra del insomne

Primer capítulo de la novela Tras la sombra del insomne. Cortesía del autor para Aurora Boreal®

Juan Ladrón de Guevara Parra nace en Bogotá, Colombia, en 1976. Cursa la carrera profesional de Estudios Literarios en la Universidad Javeriana en Bogotá y posteriormente es becado para hacer sus estudios de postgrado en la universidad de Boston College, donde recibe su título de maestría en Literatura Hispanoamericana y Cultura. Luego de finalizar sus estudios academicos decide enforcarse en desarrollar su carrera literaria, siendo Tras la sombra del insomne su primera novela en ser publicada. Actualmente trabaja en su segunda novela.

 

I

 

La luz lechosa rebota sobre las paredes, se esparce, todo lo hace relucir fantasmal. Luciano abre un ojo y la luz lo quema, los gritos de otros días le han cobrado otra noche. Su cabeza es un reguero de ausencias, su estómago un animal que gruñe. La almohada huele raro, el revoltijo de sábanas y mantas yace en el suelo. Tirita. Otra mañana de niebla y llovizna. El tiempo se desliza ligero por entre las manecillas del reloj, son cerca de las doce. A cada paso del reloj los ruidos de la calle se van materializando. A medida que va entrando en la vigilia las imágenes rotas, los desasosiegos que lo persiguen en las noches se esconden entre el cúmulo de ruidos que inundan tímidos su habitación descascarada y fría.
Apesta a cigarrillos, sudor y mugre. La madera fría lo timbra, se queja bajo su peso, craquea con cada paso. La mano áspera se quita el pelo que le cae desordenado sobre la frente, está flaco y pálido. Soy un desastre y la voz suena a óxido. La tubería se estremece antes de escupir una ráfaga de agua amarillosa, que poco a poco va ganando en transparencia. El vaho cálido lo arropa brevemente mientras él orina tratando de acertarle al desagüe, las gotas lo pringan y su esqueleto vuelve a estremecerse, está fría, todo había sido una sucia broma. ¿Cómo se puede ir el agua caliente en dos minutos? En algún momento había creído percibir el inicio de una erección, pero aquello ya no iba ocurrir, eso era claro. Sin mucha convicción, decide tomar aire y salir del "impasse" lo más rápido posible. ¿Para qué tanto esfuerzo si vivimos rodeados de mierda? La potencia oscilante del agua le hiere la piel, le moja las cicatrices, le crispa los vellos y le termina de sacudir los pésimos sueños que lo acosan de noche.
Se afeita de mala gana y con escaso pulso. La navaja se desliza torpe sobre los poros cerrados, a cada pasada siente como si una lija le sacara brillo. Una tortura necesaria, no es aconsejable llamar la atención con esa clase de descuidos. Lo consuela la certeza de no poseer una barba vigorosa, con un par de pasadas su rostro de náufrago adquiere respetabilidad. Su estómago ronca, lo dobla una punzada. Frente al espejo medio nublado de tanto reflejar la misma esquina descascarada, observa su anatomía. Que desnudez más etíope la mía. Se demora ubicando su vestimenta, el orden no es lo suyo.
Al terminar de calarse la gabardina detecta un pequeño orificio en la solapa, todo se agota. Siempre lo acompaña la sensación de dejar algo y eso lo fastidia. Se detiene brevemente bajo el marco de la puerta de la habitación, hace cálculos. Siente la tabla un poco suelta, no mucho, es apenas perceptible. Ya en la puerta del apartamento, con la mano en el picaporte, algo lo devuelve con urgencia al cuarto a por algo, pero al llegar se le ha olvidado lo que buscaba. Nada importante. Sin embargo la sensación no se va, lo acompaña hasta la puerta sin chapa que da a la calle. El desastre que se presenta ante su mirada ojerosa casi que lo hace regresar. Su calle es un cráter inundado de aguas terrosas, las aceras están quebradas, sucias, apestosas. Siente como el tufo mohoso se le pega a la piel. Trata de encender un cigarrillo pero se le ensopa antes de que la llama del mechero lo toque. La calle es una colección de pasos, de vahos que se pierden en el aire rancio, de pestilencias acumuladas por los años, de existencias azarosas, sin redención, vidas cruzadas, laceradas, condenadas a ser sombra, a vivir en Calvario.
Mientras camina, Luciano piensa en la forma como el viento juguetea con las hojas, en la forma como las suspende en el aire, es todo un prestidigitador el viento. Le gusta esa palabra y la repite: “prestidigitador”, luego recuerda la sensación de haber dejado algo, al mismo tiempo que tiene la impresión de ser observado. A sus espaldas solo rostros desganados y temerosos. Pero siempre hay quien sabe camuflarse.
El mercado de La Magdalena es un meandro de pasillos cochambrosos que, sin embargo, contrastan con la amalgama de colores, texturas y olores que inundan el lugar. Luciano se abre paso entre los escasos compradores y los bulliciosos placeros. Se requiere de cierta habilidad para evitar tropezar con los compradores mal parados, con sus canastos mal estacionados, con los bultos mal puestos o los cargueros que pasan serpenteando con cargas que retan a la gravedad. En los días de lluvia, que aquí son casi todos, la humedad del ambiente potencia los aromas que usualmente gravitan desapercibidos.
Luciano da varias vueltas, husmea en los puestos de los botánicos, curiosea entre los que venden cachivaches, se pasea por los puestos de frutas, por los de las verduras y observa, pero no ve nada extraño, así que sin más dilación se dirige al pequeño restaurante de Josefina que a esa hora bulle de clientes hambrientos, algunos de mirada triste, otros de sonrisa fácil. La mayoría mira despreocupadamente las noticias en la pequeña televisión empotrada en la pared. Otros conversan ávidamente sobre el último partido de fútbol y alguno que otro come en silencio. A pesar del color pálido de las paredes, de las mesas y sillas plásticas, de los manteles manchados de grasa, de la música estridente, del aire empozado que gravita denso, el lugar tiene sazón. Una cualidad que va más allá de la apariencia.
Josefina se mueve imperiosa en la cocina. Gravita entre ollas y cacerolas, las cuales expiden un amplio surtido de aromas que flotan hipnotizando a los comensales hacia un delirio culinario, al cual se entregan a diario, con una sonrisa bobalicona. Él se abre paso hasta la barra ubicada frente a la cocina, y con más timidez que sutileza, se acomoda entre un gordo goloso, de mejillas rosadas con atuendo de carnicero, y un payaso de peluca fucsia, nariz roja y rostro descascarado por el maquillaje, los años, la decepción, la farsa y el olvido. Luciano, “usté” lo que necesita es un caldito levanta muertos, porque tiene cara de difunto. Y un churrasquito con papas, porque tengo un hueco en el estómago. ¡Josefa! ¡Un churrasco bien “carga’o”, con papas y arroz “pa'” don Luciano!

El restaurante es un fluir continuo de seres huérfanos y desterrados, en constante tránsito hacia la muerte. Todos llegan devotos, ante la figura humilde y aguerrida de Josefina, cuya sazón culinaria constituía, tal vez, el único resquicio de placer en sus vidas devastadas.
Mientras espera su almuerzo, Luciano se distrae contemplando el constante ulular de la cocinera en la cocina. Admira la destreza casi acrobática con la cual corta la carne, el pollo, el marrano o rebana las papas, plátanos, y demás ingredientes, todo enmarcado en una armonía sincrónica de colores, texturas y olores. En verdad un espectáculo digno de admirar.
Tal vez por estar inmerso en esta cavilación inútil, o sencillamente porque le era indiferente todo lo que se movía a su alrededor, no se percata del momento en que el payaso es reemplazado por un hombre de rostro cetrino, con barba de un par de semanas y ojos incisivos. Nota su presencia por el olor mohoso que emana de su gabán verde oliva. Al poco rato saca un cigarrillo y le pide a él fuego. Luciano, cuya mente aún vaga entre los aromas de la cocina, tarda unos cuantos segundos en reaccionar. Con torpeza saca de su chaqueta el mechero, mientras el otro termina de pedir una cerveza y un chorizo. Gracias jefe, nada como un humito para abrir el apetito. Él asiente con pocas ganas de hablar, el otro entiende el mensaje y no insiste. Luciano se entrega entonces a otro de sus placeres, escuchar las conversaciones ajenas, recurso que no solo le hace sonreír, sino que además le parece el método más efectivo para captar la elusiva realidad de la ciudad hastiada. Sí sabe lo del Pedro ¿no? No, cuente a ver. Pues que se va a casar con la Linda. ¿Y es que la preñó o qué? Qué va, lo que pasa es que, como que tenía su tinieblo y el Pedro se azoró. Yo ya decía que esa Linda era una jodida. ¿Y cuándo le va a pagar? Dice que a final de mes que porque ahora no tiene. Ah, no tiene “pa'” pagarle pero “pa'” comprar vicio y embrutecerse en la taberna del chino, sí. Sí, me vio la cara. Disculpe la demora. Yo acabo de llegar, ¿quiere algo? No, no tengo mucho tiempo. Esta noche hay una reunión. ¿Va a ir? ¿Dónde? ¿Va a ir? Pues sí, si la cosa pinta bien. Por eso no se preocupe, que es para un trabajo y tiene buena pinta, pero dígame a la fija, porque si no pues me busco a otro. Ya le dije que sí. Bien, es en Almería 36, no se le olvide, a las once de la noche. Cuando llegue dé esta clave para que lo dejen entrar. Esté mosca y no llegue tarde, que el tipo es gente muy seria. Sí, sí ¿no quiere nada? El chorizo está de muerte. No. Nos vemos está noche, pilas. La conversación queda resonando en los oídos de Luciano como un carbón ardiente. Cuando gira a ver de reojo a su vecino éste sonríe socarrón, al mismo tiempo que mastica con celo el chorizo, cuyos jugos escurren en hilos delgados por la comisura de su boca. Él también lo mira y le sonríe cómplice. ¿Me presta su encendedor jefe? Como era de esperarse, el churrasco con papas y arroz, lo reconcilia brevemente con la vida. Qué bien cocina esta mujer.
Además de sus destrezas culinarias, Josefina tiene un corazón que sin duda ya le tiene reservado un lugar en el santoral local. Con regularidad asisten a su restaurante media docena de niños de la calle, a quienes la cocinera no solo alimenta, sino que en ocasiones viste y da alojamiento, dependiendo de las circunstancias. Entre ellos está Carmelito, cuyo nombre real nadie conoce y quien una mañana cualquiera había aparecido desnutrido y golpeado en los escalones sucios y húmedos del restaurante. En aquel entonces, Josefina acababa de dar a luz a su tercera hija y la sola idea de que un niño amaneciera en semejante estado a las puertas del mercado le pareció un designio de la Providencia. Durante meses lo alimentó, curó sus heridas, lo vistió con la ropa que iba recolectando y trató infructuosamente de matricularlo en una escuela para encaminarlo hacia una vida decente. Nada funcionó, siempre se escapaba del colegio o se hacía expulsar, lo suyo era la calle. Resignada, se limitaba a darle de comer y a ofrecerle posada cuando el niño lo quisiera. La calle lo enamoró y la calle no suelta, es celosa. Sentenciaba categórica con la mirada perdida en la desesperanza. El niño y sus amigos, a cambio de las atenciones prestadas, le servían de ojos y la informaban de todo lo que pasaba en el intrincado mundo de Calvario.
Luciano se dispone a cortar el último bocado del churrasco, observa el dialogo entre Carmelito y Josefina. Ella le acaricia la cabeza en señal de despedida y el niño desaparece. Luego le hace señas a Jacinta, su hija menor, y con disimulo le pasa un fajo de billetes, que guarda celosa en su pecho de matrona. La niña, con la encomienda, se esfuma por entre el callejón del mercado. Luciano ha contemplado todo esto masticando su último pedazo de carne, entonces comprende. Se levanta cual resorte de su silla, pero es demasiado tarde. Cinco legionarios entran con sus metralletas negras, sus chalecos y máscaras pasamontañas. Como en las películas de vaqueros cuando llega el momento del duelo, el tiempo parece detenerse, la música cesa, pero la tele continúa emitiendo su ruido. Las miradas antes relajadas, los rostros sonrientes y despreocupados, se transforman en miradas azarosas, los rostros se solidifican. Las miradas clavadas en el plato de comida, las manos rígidas a los costados o sobre la mesa, suspensas, calculando la respiración, midiendo cada movimiento del enemigo. Solo se escucha el taconeo de las botas negras. ¡Asegurado!
Hoy está embutido en un uniforme de comando, que se expande con dificultad para soportar su orgullosa barriga cervecera. El rostro afeitado y aromatizado, el bigote negro ostenta un incierto resplandor grasiento. Su mirada burlona se esconde tras de unos lentes oscuros tipo piloto y mastica lento un palillo entre su boca porcina. Aquel tipo es el estereotipo del militar por excelencia y un exponente magnifico del honorable Ejército Legionario. Se pasea con su sonrisa marcial, cual pavo real, disfrutando del terror que su presencia suscita en aquellos pobres miserables.
¡Sánchez! Desocúpeme este “chochal”, este olor a muerto de hambre me rebota el hígado. A ver, muévanse, muévanse, salgan y formen en fila contra la pared, rápido, rápido, que es “pa” hoy. Los soldados se abalanzan feroces contra los clientes, quienes en un primer momento no parecen entender lo que ocurre. Se mueven lentos, tímidos, turbados por la voz estridente de Sánchez, que no cesa de increparlos. El letargo es interpretado por los esbirros como un acto desafiante, por lo cual no se miden en golpearlos, empujarlos, insultarlos. A una mujer, de atributos generosos, que no parece reaccionar, la arrastran entre dos hasta el pasillo, donde la arrojan como a un fardo sobre un charco de aguas negras. De sus ojos brotan oscuras lágrimas largas y su rostro antes rozagante pronto se desfigura en una mueca triste y descolorida. Los demás clientes también son víctimas de los insultos y de los empellones, los cuales pronto los ubican al lado de Luciano, quien ya se encuentra contra la pared. Entre los que llegan, Luciano ve al vecino cetrino de la barra, que parece en otro mundo, mira para todos lados, esperando la intervención de algún Dios misterioso que lo saque de aquel lugar. A ver, papeles a mano, piernas abiertas, brazos extendidos. Rápido que es “pa”hoy puticas. Por el rabillo del ojo, Luciano ve cuando el coronel Montero se acerca a Josefina que ha salido a su encuentro. Montero sonríe. Ella lo mira con incomodidad y le extiende un sobre, que el coronel se apresura a guardar en un bolsillo de su pechera, cerca de donde cuelga su pistola. ¡A ver sus papeles! ¡Mierda!
El bullicio del restaurante, los rostros de los comensales, las conversaciones, la música estridente, las imágenes del televisor, los pasillos del mercado empapados de lluvia, polvo, desechos, la calle llena de paraguas, de pasos bajo la lluvia, de charcos con gotas danzantes, las ráfagas de viento y agua, el resplandor del pavimento roto, los perros sacudiéndose la fría tristeza, la escalera quejumbrosa, la alfombra manchada de años, la puerta desgastada, la mesita de noche, su billetera, cuatro billetes arrugados, la foto vieja de una mujer joven y su documento de identidad zonal, con una foto suya, que parecía de otro, que era otro. ¡Mierda!
¡A ver, rápido, los papeles! Se palpa los bolsillos para ganar tiempo, pero siente la presencia feroz del soldado que lo escruta con creciente desconfianza. Tras una seña breve llega otro. A ver, ¿qué pasa? los papeles. No, no los tengo, pero yo vivo aquí cerca. Entonces qué, ¿voy hasta su casa y se los traigo? No, solo digo que soy del sector, pregúntele a doña Josefina, ella me conoce. Siente la tenaza de una mano que presiona su rostro contra la pared húmeda y mohosa, la lluvia escurre lenta y brillante por su rostro trasnochado. Le llega un vaho a ajos y cebollas o a huevos fritos, o a algo asqueroso. A mí no me da órdenes un sarnoso como usted. El golpe de rigor en las costillas lo arquea endeble, termina de rodillas suplicante, ante la mirada aterrada de sus vecinos de requisa. Resuena la risa sardónica del oficiante de aquella ceremonia de intimidación.
Montero y Josefina están terminando de cerrar su trato cuando escuchan el bullicio de Sánchez. Montero sonríe ufano ante la destreza y poderío de su subalterno, se sabe buen maestro. Josefina también se da cuenta de lo que ocurre y de inmediato inicia una inútil acción de defensa de su amigo. Él es un vecino, coronel, gente de bien, siempre viene. ¿Gente de bien? Si todos ustedes son gentuza. Eche “pa'llá" no se meta que me la llevo a usted también. ¿Qué es la vaina Sánchez? Aquí éste, que no tiene papeles y encima me da órdenes, mi coronel. No me diga. Josefina intenta una nueva suplica, pero es cortada de tajo por la mano del coronel que le fustiga el rostro. ¡Se calla! Entonces imperioso, comienza a avanzar, pavoneándose hacia el caído. El viento helado, la lluvia como agujas, el rostro bañado, la ropa cada vez más ensopada. Todo muy dramático, muy cinematográfico. Los pasos de Montero sobre la inmundicia del piso, el olor a humedad, el vaho nauseabundo que expide la boca de Sánchez, las armas desenfundadas y con ansias de fuego. La rabia, consigo mismo, con el bruto de Sánchez, con la mala suerte, con el insomnio, con la lluvia, con toda la mierda de este mundo de mierda. ¿Está rezando o qué? Tranquilo, no lo vamos a fusilar, no se vaya a mear en los pantalones. Risa estruendosa de malo de película, seguida por la risita disimulada de los otros impíos que solo quieren quedar bien con el jefe. Y él, con ganas de mandarlos a la mierda, que me fusilen cobardes cabrones, pero antes les digo una que otra verdad, asquerosos hijos de puta. ¡Lléveselo Sánchez! Pero por qué me va a llevar, yo no he hecho nada. Ay, nos salió respondona la perra, me lo llevo porque me da la gana, porque puedo. Eso no es razón, yo no he hecho nada, yo tengo derechos. “Usté” no tiene nada, maricón de mierda. Y esto último lo dijo tan cerca que Luciano pudo percibir el caldo de cocción que se gestaba en el estómago del coronel. Tiene los ojos violentos e inyectados de veneno. Un sonido seco y luego nada.
Los rostros tumefactos de miedo flotan fuera de lugar, el intercambio de dinero entre Montero y Josefina, las sombrillas multicolores del mediodía lluvioso, el dolor de cabeza que le acaricia perezoso su cráneo, y penetra lenta pero sistemáticamente en su cavidad ocular. Luego el frío cubre sus huesos, se explaya por sus articulaciones, se anida en su espalda formando remolinos huracanados. La inclemencia en su mejilla aplastada contra el suelo terroso, áspero. Voces, sonidos metálicos, lejanos, secos, acompasados, alguien teclea, alguien se pasea. Una música o una voz intermitente, un profundo y sofocante olor a nauseas, excrementos, comida podrida, todo condensado en una niebla putrefacta. Entonces un líquido caliente, amoniacal comienza a caer sobre su rostro, escurre por sus mejillas, salpica sus labios. Una risa estrepitosa se repite en diferentes decibelios. Lo están orinando, la conciencia de ese evento desafortunado lo golpea con fuerza, sacándolo de su inconsciencia. Se levanta trastornado, confundido. De un impulso fue a dar contra un grupo de hombres de aspecto asolado quienes lo devuelven al suelo de un empujón, entre risas burlonas e insultos. El que lo había orinado era un enano bigotón, cabezón, panzudo, medio mueco que sonríe macabro, feliz de su recién estrenada notoriedad.

Al verlo vanagloriarse, Luciano se le abalanza como un león energúmeno. El primer puñetazo se lo estampa en la comisura de la boca. El enano ni lo ve venir, pero sí lo siente, porque le voltea el rostro y lo deja suspenso; el segundo puñetazo le aplasta la nariz y lo tumba. Luciano, ciego de rencor se lanza sobre él, sin que éste logre reaccionar, y comienza a molerlo a golpes, cada uno de los cuales deforma aún más la gran cabeza del enano. Los gritos de los demás presos, extasiados ante el circo de violencia sangrienta, enardecen más a Luciano, quien grita como un demente, toda suerte de insultos mientras golpea, cada vez con menos rigor y más inercia, la pulpa de carne sanguinolenta, en donde antes estaba la cara del enano. Pronto los gritos guerreros se convierten en sollozos y el circo comienza a perder popularidad entre los presos, quienes observan el triste espectáculo y susurran entre sí. Nadie ayuda al enano, nadie ayuda a Luciano, que exhausto se retira a una esquina, dejando el pequeño cuerpo agonizando, entre un charco de sangre, orines y quien sabe qué otro tipo de sustancias poco recomendables para la salud.

La celda es un espeso caldo de cultivo humano, iluminado apenas por una bombilla de luz fétida, cuyo voltaje apenas alumbra unas paredes oscuras, cubiertas por una especie de musgo negro. De los barrotes cuelgan tiras de papel higiénico y pedazos rasgados de camisetas, quién sabe con qué propósito. El suelo es una especie de pasta oscura, un tapete supurante de infecciones, que marea la humanidad de Luciano. Son diez o doce hombres, tal vez más, los que anidan allí, cuando en realidad es una celda para cinco, tal vez menos. Se respira un olor denso, apelmazado por tanto humor rancio. Todos sucios, descompuestos. Se escuchan voces quedas, el goteo lento y vertiginoso de una gotera, una musiquilla lejana retumba tímida entre los corredores de la cloaca. Esto es un sueño, esto es un sueño, esto es un sueño, esto es un sueño, repite sin cesar un hombre con los ojos cerrados; flaco hasta el aliento, con el rostro lleno de morados, esto es un sueño, esto es un sueño. Otro se ríe de manera compulsiva o gimotea o tal vez una mezcla de ambas cosas.

Inesperadamente se arma una pelea, alguien dijo algo o tocó a alguien, un reclamo, un roce no intencionado, tal vez un sutil empujón y dos, tres, cuatro, cinco, seis hombres bestializados se enzarzan en una pelea, por decirle de alguna manera, porque aquello más bien parece una masa amorfa de piernas, brazos, torsos, cabezas, gritos. La masa se va moviendo e incorporando a más y a más hombres en aquella especie de danza frenética de violencia. Pronto él también se ve inmerso en aquel magma de sangres calientes, él también empuja, escupe, golpea, patea; le revientan el labio de un cabezazo y cae privado de una trompada que alguien le encaja en el pómulo. Por ese motivo, no vio el momento cuando los guardias entraron a acabar con el tropel. Se valieron de una manguera de presión que estampilló a varios presos contra las paredes mugrientas de aquel albañal, ahogó al enano y exterminó cualquier otro conato de pelea.
Despierta en medio de un charco de agua, la herida en el labio le arde inclemente, tiene la cabeza aturdida, los sentidos trastornados. Aquí no hay horas, no hay días, no hay nada, solo oscuridad.
¡Coronado! ¡Coronado! ¿Dónde putas está? En la veintidós. ¡Coronado! Las voces llegan desde la oscuridad y retumban subterráneas entre el espesor roñoso de las paredes, se cuelan entre la pestilencia de rostros lánguidos y cuerpos deshechos en suciedad. Aquellas palabras llegan huérfanas a él, aquel nombre no es el suyo, aquella piel cuarteada, mugrosa, hedionda, no es la propia. ¡Coronado! ¿Dónde está este maricón de mierda? Cruz, ¡ábrame la veintidós! Al interior de la alcantarilla se escucha el sonido oxidado de la chapa. ¡Contra la pared! Rápido, rápido princesas. El rebaño de cuerpos se mueve con cansada resignación ¡Muévanlo, muévanlo “qué's pa'” hoy! Haces de luz irrumpen, escrutando los rostros baldíos de expresión, extraños a la luz. Al poco tiempo el resplandor le crispa los ojos. Ese es, sáquenlo. Lo sacan a rastras. A lo lejos escucha gritos de despedida desde otras celdas, desde otras oscuridades enfermizas. Escucha, como salvavidas, las palabras de Sánchez, a quien en medio de tanta mierda, se alegra de ver, aunque en realidad no ve nada. Este huevón está ido.
Todo a su alrededor parece irreal, a veces a velocidades supersónicas, otras con sumo letargo. Advierte rostros deformados, alargados, chatos, todos los sonidos parecen alterados, sobrepuestos en un pastiche sin sentido. Luego una luz intensa lo ciega. Échele agua a ver si reacciona. Un vendaval de agua lo ahoga por unos segundos que parecen prolongarse. ¡Cuál es su nombre!, ¡Cuál es su nombre! ¿Coronado? Era como si lo llamaran de otro tiempo. ¡Coronado, reaccione! Otro balde de agua pútrida le baña el rostro, dejándoselo brillante de inmundicias, un sabor amargo se le mete en la boca provocándole nauseas. Este huevón se nos “guasqueó”. ¡Reaccione! Soy Coronado, Luciano, Luciano Coronado, sáquenme de aquí por favor, por favor. Todo a su tiempo, no se me acelere. Yo no he hecho nada. Eso está por verse Coronado. Si se porta bien con nosotros se va, de usted depende.
Es una habitación pequeña, de paredes verdosas, iluminadas por una lámpara de luz violenta, tras de la cual se esconde la voz de su interrogador, Sánchez.
A ver, concéntrese. Las palabras le parecen extrañas. Su mente se ausenta hacia los confines de su apartamento, los libros viejos, el escritorio, la cama revuelta. Tengo una duda ¿Me va a ayudar? Sí, pero sáqueme por favor, yo no he hecho nada. ¡Cabrón, hijo de puta!, yo decido si ha hecho algo o no, ¿me entiende? Es Sánchez con su cara de loco furioso, su boca apestosa, sus dientes amarillos, su saliva la que le baña la cara. ¡No sé, no sé, yo no sé nada! Sánchez parece hacer un esfuerzo por calmarse. Dígame ¿Cuál es su nombre? Luciano Coronado. No me joda, aquí no hay ningún Luciano Coronado, dígame su verdadero nombre o lo rompo.
La lámpara es una luna que le quema la coherencia, solo la voz y el aliento maligno de Sánchez logran estremecerlo, lo demás es abstracción, como si su conciencia gravitara sobre la línea que divide la realidad de lo irreal. Escondido en el silencio tenso percibe otra presencia y una ausencia que se materializa con la puerta que se cierra. ¿Por qué no tenía sus documentos de identidad? No era Sánchez, y esa certeza le eriza los pelos de la nuca. La voz de Montero parece medir el aire, tensarlo antes de quebrarlo. Salí de mi casa con mucha prisa y los olvidé en la mesa, eso es todo. Veo. Las palabras las siente rozándole la nuca. Un error común, incluso a mí me ha pasado. Sí. Siente las muñecas libres de las esposas y no puede evitar acariciárselas. Nosotros tenemos un trato y usted un secreto, ¿No es cierto? Lo raro es que hace mucho que no nos vemos y ahora me lo encuentro, ¿no me tiene noticias? No sé nada. Qué mal, porque entonces lo voy a tener que dejar aquí hasta que se acuerde de algo. No, no, por favor. Muy bien, entonces… Otra pausa, mientras su mente trata de encontrar un puerto de anclaje que lo salve del escozor que le produce estar en manos de Montero. Cuando estaba en el restaurante, antes de la requisa… pero puede que no sea nada. Prosiga. Había un tipo sentado junto a mí, no recuerdo muy bien su rostro, pero se entrevistó con otro y hablaron de una reunión esta noche. Una reunión, ¿de qué? No sé. No dijeron que era exactamente, hablaron de algo que podía ser muy beneficioso para ellos. Ok, ¿en dónde es la dichosa reunión? Calle Almería número, 30, no, 36, sí, 36. A las once. Muy bien, ve como sí sabía algo. ¿Me va a sacar de aquí? Espere, no se impaciente, si resulta algo de su información se va y yo me olvido de su historia, por ahora; si es una trampa suya, y me hace perder el tiempo, lo reviento. ¿Estamos?
La puerta se cierra con un estrépito metálico. El cansancio se apodera de sus párpados, deja escurrir un poco su cuerpo sobre la silla metálica, pronto siente el rastro de la pelea en su cuerpo, sin embargo, el agotamiento lo vence, lo absorbe. Lo vuelve a despertar el sabor a mierda en la boca, y siente ganas de llorar como cuando era niño, pero el odio puede más. No se le olvide que yo sé quién es usted. La voz detrás de la presencia inesperada lo sorprende con su malicia. A mí no se me va a olvidar nunca el día en que nuestra amistad comenzó. Yo conozco a su calaña amiguito, la puedo oler a kilómetros, así que cuídese y no se le olvide. No sé de qué me habla coronel. ¿No? No me diga que ya se le olvidó la plaza Candelaria.

Primer capítulo de la novela Tras la sombra del insomne enviado a Aurora Boreal® por Juan Ladrón de Guevara Parra. Publicado en  Aurora Boreal® con autorización de Juan Ladrón de Guevara Parra. Foto Juan Ladrón de Guevara © Juan Ladrón de Guevara.

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