La siesta obligada

norberto luis romero 001Afuera arrecia en el aire el olor de los melones calientes bajo el sol, maduros y dorados. Hasta el dormitorio me llega su perfume mezclado con el de los jazmines del patio. Y el aire se hace denso, almibarado, impenetrable.
Oigo los gritos lejanos de los chicos que cazan mariposas a ramazos, volteándolas a tierra en pleno vuelo. Las recogen, aún temblorosas, y las meten en cajitas de remedios vacías, hasta que mueren aleteando con un repiqueteo sordo contra el cartón; y luego, con las alas estiradas, las ponen entre las páginas del libro de lecturas o del cuaderno. El viento me trae sus gritos confusos, fundidos con el canto monótono y ensordecedor de las chicharras adheridas a las ramas de los árboles frutales. Mariposas blancas y amarillas, chicharras y perfume de jazmines rancios, calcinados bajo el sol de la siesta.

Todo me llega hasta esta pieza donde únicamente hay silencio de siesta adormecida bajo las higueras; de antiguas siestas acumuladas en las paredes como costras de pintura ordinaria; de cal en primavera, de mutismos turbados por mi respiración violenta, a veces ronca y dificultosa como la de las gallinas abatidas por la resolana, enterradas a medias en el polvo, con las alas abiertas y los picos jadeantes. Mi respiración adherida también a estas paredes cuyos colores hace tiempo que se desvanecieron, prisionera entre las flores de lis, inmersa en cada pausa de sus pétalos, fatigada de comulgar con esta otra respiración cansina: la de la abuela. Mi aliento extraviado en los rincones del techo, entre las arañas pataslargas, que cuelgan cabeza abajo. Mis ojos se desvían hacia el retrato de tía Antonia —ausente del rectángulo vació de pared más clara, donde las flores de lis conservan algo de su color original—, y pretenden hallar vivo el ramillete de violetas en el vaso reseco, y el arrebol en sus mejillas falsas de acuarela.


La claridad se filtra a través de los cristales carmesíes de las celosías, y tiñe los muros de un rosa pálido, que se confunde con las flores pintadas a rodillo; flores exangües sobre el amarillo del fondo, en el que se proyecta invertido el perfil de los árboles: sombras que penetran en esta caja oscura por las rendijas de los postigos, que se mueven rítmicamente mecidas por el viento, y que acechan a las arañas pataslargas, que también se balancean, perezosas como la siesta misma, avanzan unos centímetros torpemente, se detienen y observan la tela vacía y mal tejida, a la espera de una presa pequeña, miserable. Se mecen al ritmo de la respiración de la abuela, una respiración antigua que se amontona en los rincones y cuelga de los techos como la filigrana de los árboles, como jirones dispersos de telarañas.

Norberto Luis Romero. Natural de Córdoba, Argentina, reside en España desde 1975. Es autor de relatos, novelista, director y profesor de cine. Sus cuentos aparecen habitualmente en prestigiosos periódicos, antologías y revistas literarias de España, Argentina, México, Chile, Perú, Canadá, Estados Unidos, Italia, Francia y Alemania. Sus narraciones breves y sus novelas han merecido reconocimientos tanto por su estilo directo y ágil como por exhibir siempre una temática nada convencional y muy arriesgada. A partir del año 2010 también se dedica a la realización de collages fotográficos.Tía Antonia tiene una pared para ella sola. Una pared para la virgencita de Luján y otra para tía Antonia. Una pared para cada una, y también una vela para cada una en esos días en que la abuela las enciende en festejo de aniversarios de vírgenes y muertas. Hago bailar la llama con mi aliento para que las sombras oscilen entre las flores de lis y las arañas, y huyan de mí despedidas por el ímpetu de un columpio. Pero me da miedo a que la abuela se enfade: no sabe que estoy aquí, solo en la habitación, observando a hurtadillas la llama y el retrato de tía Antonia, que me sonríe desde lo alto y oprime el ramillete de violetas en su pecho escuálido oculto entre encajes, con gesto de resignación, con una felicidad ensayada a duras penas, sin usar un espejo. Negros los ojos de tía Antonia, recelosos: como de animal acorralado.
A las arañas pataslargas no hay que tenerles miedo, dice la señorita Troncoso, son inofensivas y comen mosquitos y otros bichos, dice con su voz aprendida de memoria desde hace cincuenta años. Por eso la abuela no las baja a escobazos como a los escarabajos, ni les teme como a los ratones. Son arácnidos porque tienen ocho patas, y no seis como los insectos. A-rác-ni-dos. Repetimos todos: a-rác-ni-dos... y salimos a jugar al recreo en orden y silencio absolutos.
Desde lejos, desde el arroyo, me llega el canto de las ranas y los sapos reverberando en la tarde igual que el aire en el horizonte ardiente. Llega diáfano a esta hora en que todos duermen la siesta menos yo: porque no me gusta y me aburro: aquí, tan solo y quieto, mientras oigo a los chicos que en la calle cazan mariposas blancas y amarillas... amarillas como los dientes de don Justo... pero la abuela cree que duermo, porque no me muevo ni hago ruidos mientras toco mi mariposa oculta e inquieta, y miro las flores de lis de la pared, casi con la nariz pegada a la superficie, hasta que éstas se duplican, se superponen y se convierten en insectos simétricos y rosados, que atrapo con los ojos. Se arremolinan y los detengo con un parpadeo; y cuando mis ojos ya bizquean, se convierten en una señora sentada en un sillón, en un perro retorcido de agonía, en un tanque de guerra, y en una cabeza de mujer con un sombrero de esos de antes, con flores. Entonces vuelven las mariposas rosas, mariposas volanderas que estallan en remolinos.
A los lados del sendero que conduce a la escuela, en otoño crecen minúsculas violetas, rígidas, altivas y modestas a un tiempo, arropadas por el rocío escarchado. Algunas veces hago con ellas un ramillete y se lo traigo a la abuela. Para tía Antonia, dice ella, y frota mis manos ateridas entre las suyas calientes, hasta quemarme. Pone las flores en un vaso de agua, sobre la repisa bajo el retrato. Son las mismas violetas que tía Antonia oprime contra el pecho, pero más oscuras: vivas. La virgen de Luján deja de sonreírme porque no le traigo flores; pero cuando la abuela no me ve, busco un vaso en la cocina y le pongo unas pocas a ella también, las reparto para conformarlas; entonces la virgen vuelve a sonreírme.
A esta hora don Justo también duerme, pero sin el cigarro en la boca, sujeto entre los dientes amarillos. Ustedes, los de capital, los porteños, tienen a alguno allí arriba, me dice señalando al pie de las sierras, a los sanatorios.
Don Justo está siempre sentado en la bancada de piedra, recostado en el muro del jardín, carraspeando y escupiendo constantemente, con la colilla húmeda y apagada en los labios. Con una gorra eterna y aceitosa que ya no se sabe de qué color es, aunque mi madre, cuando viene a visitarnos desde la capital, dice que fue verde oscuro, y apuesta con mi padre, que dice que no, que fue marrón. Sé que es gris; gris como toda su ropa, como sus ojos y su cara, porque todo él es gris, de un gris sucio y salpicado de grasa de comida. Gris como los ratones muertos que me da a espaldas de la abuela para que juegue a los velorios. Siempre está ahí, en la bancada, observando pasar la vida ajena, como una estatua gris echando escupitajos amarillos que ruedan sobre la arena y se hacen una bolita, que yo deshago con la punta de un palo para ver si tienen sangre dentro; pero las bolitas de arena se desgranan al tocarlas y desaparecen en el polvo caliente.
Desde que don Justo construyó el baño con inodoro, ducha y azulejos, como el que tenemos en mi casa de la capital, la abuela y yo dejamos de ir a la letrina del fondo. Él nos lo deja como al resto de la casa, porque la abuela está muy vieja y gorda para que ande agachándose sobre ese agujero apestoso, como dice mi madre cuando viene a visitarme, y pone una cara así, como de asco, que se parece mucho a la de la señorita Troncoso, sólo que mi madre es linda y buena, y ella no.
Entro al gallinero, las gallinas se alborotan durante un momento y abandonan los agujeros redondos en el polvo, donde se adormecían con los picos abiertos, jadeantes; como mi cara sofocada por la tos, enmarcada en el espejo del baño con azulejos que ahora es mío, como el resto de la casa. Las gallinas se calman, se acostumbran a verme juntar huesos simétricos y misteriosos y regresan a sus huecos hechos bajo el sol tamizado por las higueras. Mis bolsillos se llenan de objetos preciosos y enigmáticos, hasta que la abuela me llama a dormir la siesta. No voy, prefiero quedarme en el gallinero.
A través del alambre tejido y del jadeo de los pollos atontados por el sol, entre el olor a malvones del patio de ladrillos, me llegan las voces de los mayores, como letanías prohibidas: rumores perdidos en el tiempo de infinitos veranos, que hablan de cosas que los niños no debemos oír. Dicen que este valle tiene el aire más sano de todo el país; hablan de tuberculosis, de muertos, de vírgenes y santos. En sus voces hay lamentos y nombres enmudecidos, extraviados en el tiempo... arácnidos. Todos juntos: a-rác-ni-dos... y podemos salir al recreo.
Yo le dejo la pieza de atrás y la cocina, y no les cobro nada. A cambio, la señora me hace la comida y me lava y plancha la ropa, les dijo don Justo a mis padres cuando llegamos por primera vez... La abuela asintió. Haría cualquier cosa con tal de estar cerca de tía Antonia. Y mis padres regresaron a la capital, pero vienen cada seis meses a vernos y me traen regalos que aquí, en el valle, no se consiguen, y novelas policiales que tanto nos gustan, y que devoramos en la serenidad de la tarde, leyendo en silencio, bajo el frescor de las galerías inferiores, o de los jardines del sanatorio, y que una vez leídas intercambiamos: te cambio la del crimen en el muelle por ajedrez mortal. La de la mano en las sombras la tiene el flaco del pabellón tres, pero mañana me la devolverá. Hasta el final no se sabe quien es el asesino.
Prefiero jugar con otras cosas, no con los juguetes que me traen de la capital. Allí, en Buenos Aires, todo es distinto y el aire no es bueno, porque la gente se enferma y después tienen que traerla aquí, a este valle de tuberculosos. No me gustan estos juegos; es mejor jugar a los velorios cuando la abuela se ausenta, porque no le gusta que ande con los ratones muertos que me da don Justo, y me obliga a tirarlos a la letrina del fondo; pero yo los pongo en una cajita, les hago una cruz con dos palitos, y les enciendo una vela igual que a mi tía, antes de enterrarlos junto al gallinero, en mi cementerio de ratones, igualito al de verdad...
De qué murió tía Antonia.
Estaba enferma y no preguntes más.
Nunca tengo sueño a la hora de la siesta y prefiero quedarme despierto y mirando a las arañas pataslargas, o a las flores de lis; tocar mi mariposa trémula, mientras la abuela duerme sin darse cuenta de que cierro los ojos y me quedo quieto, fingiendo, esperando a que ella se duerma y se hunda en el sopor de la siesta perfumada, en la quietud de la pieza, y en los gritos lejanos de los chicos, que cazan las mariposas amarillas cuando atraviesan el valle y se arremolinan a beber en los charcos dejados por los chaparrones furtivos de verano: tormentas saturadas de ozono, mariposas que evitan sobrevolar el cementerio, sin saber que otra muerte las acecha en las calles y en los terrenos baldíos: ramas agitadas al aire por chicos pataslargas, adolescentes que descargan ramazos en la siesta cansina. Mariposas abatidas brincando en cajitas de remedios, pequeños ataúdes con raros epitafios que hablan de bacilos y de penicilinas milagrosas como la virgen de Luján. Cajitas con olor a sanatorio, a siesta muda, a novelas policiales manoseadas, a asesinos de ratones. Cajitas-pabellones con camas alineadas en tres filas para dormir la siesta y agonizar las noches entre esputos, aleteando bajo el calor de los pijamas, buscando al asesino de ratones, de mariposas amarillas, en pos del asesino de este valle, que con sus ramas abate a los bacilos, que vagan por las galerías encendidas al anochecer: sombras de paso lento y encorvadas figuras que reptan bajo los arcos, leyendo novelas policiales.
En la madrugada me despierta el ruido del orinal de loza, enorme y desportillado en los bordes azules, el mismo que ahora utilizo para escupir durante la noche; es la abuela que orina. Cómo será el culo de la abuela... es tan gorda. Vuelve a sonar el orinal en la oscuridad, es empujado bajo la cama, arrastrado sobre el suelo de ladrillos, otra vez a su sitio, donde se ahoga el ruido del líquido haciendo círculos concéntricos. La abuela regresa a la cama y los flejes rechinan hasta que vuelve a dormirse. Así son los ruidos de la abuela, sigilosos en el corazón del silencio y la penumbra de la pieza.
Dicen las voces de la siesta que los tuberculosos escupen sangre y que te contagian si te acercas mucho a ellos. Dicen las conversaciones prohibidas que los operan y les quitan un pulmón. Que luego se les queda el pecho hundido, que se vuelven jorobados y ladeados, que se cansan enseguida porque respiran nada más que la mitad, y el aire de la siesta es tan espeso... es un aire cargado de mariposas agonizantes, de aburridas tardes de domingo, de novelas manoseadas, de retamas pudriéndose en los vasos del cementerio.
La abuela regresa de visitar las tumbas, con los ojos enrojecidos. Durante la tarde pasa el tiempo en el patio, inactiva como todos los domingos, ensimismada en sus vírgenes y muertos, con los ojos extraviados en el pasado: detrás de las sierras, más al sur, hacia Buenos Aires. Traslada la silla por todo el patio, busca un lugar sombreado y fresco, hace huecos en el almohadón gastado por interminables domingos acumulados, cabecea como gallina sofocada bajo las higueras.
De qué murió tía Antonia.
Estaba enferma.
De qué.
Menos averigua Dios, y, sin embargo, perdona.
Dios me va a perdonar que no duerma la siesta, que ande buscando sangre en los escupitajos de don Justo, y que haga cementerios para ratones muertos. Dios perdonará también a don Justo por decirme esas cosas feas de los porteños. Dios perdonará a los chicos que cazan mariposas, y también a las arañas por comerse a los mosquitos que son insectos, In-sec-tos...
Así somos las arañas pataslargas, lo observamos todo desde los rincones, miramos a la señora del sombrero antiguo, miramos a las violetas y a la llama trémula de la vela. Somos testigos mudos de cuanto ocurre en este cuarto prestado que ahora es mío, en esta habitación pintada a rodillo donde duermo la siesta. Cuando están así, con el culito en alto y balanceándose lentamente, siento que me está vigilando desde su escritorio la señorita Troncoso. Cierro los ojos y hago como que duermo, porque estoy seguro de que me castigarán si no duermo la siesta, y me obligarán a tirar a la basura a los ratones muertos y a las mariposas del cuaderno, y no podré soplar en la llama de la vela de tía Antonia, que me sonríe con esa boca de acuarela, mientras un rayo de sol se filtra por las celosías, le da en la cara y le devuelve ese color rosado de cuando estaba sana. La miro fijamente y sin pestañear, hasta que desaparece y queda el marco vacío, y detrás las flores de la pared desvanecidas y mustias; y cuando vuelvo a pestañear, tía Antonia está tirada en el suelo como una mariposa abatida en pleno vuelo. Las arañas me han visto: saben que soy yo el asesino de las novelas, y son capaces de atacarme como a un mosquito, y ponerme en penitencia dentro del cuaderno, aplastado y sin poder volar; son capaces de arrojarme al agujero de la letrina apestosa, o a obligarme a llevar puesta la gorra mugrienta de don Justo para que me contagie como las contagió a ellas: a nosotras, las arañas pataslargas, que somos tan flaquitas y ladeadas, como si nos faltara un pulmón.
Afuera cantan las chicharras y los chicos abaten mariposas blancas y amarillas, la abuela sube a la cama y hace rechinar los flejes. Apaga la luz y penetran las siluetas de los árboles por los agujeros de los postigos, colgadas cabeza abajo de los techos...
Dormí, y que sueñes con los angelitos.
Sí, abuela.
Y me quedo quietito hasta que ella se duerme; entonces, entre las sábanas agrias de jazmines, me toco el sexo blanco de mariposa derrotada y le rezo a la virgen: por favor, virgencita Antonia, que se mueran don Justo y la señorita Troncoso. Que se mueran los dos... y que se mueran todos en este valle asesino donde no quedan mariposas vivas, únicamente niños acechando como arañas, que cuando me ven sentado en la bancada de piedra del jardín, me gritan viejo ladeado, mientras agitan sus ramas amenazadoras.

 

La siesta obligada enviada a Aurora Boreal® por Norberto Luis Romero. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Norberto Luis Romero. Foto Norberto Luis Romero © Ataúlfo Gamonal.

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