Testimonio

ubaldo perez 060¡Qué falsa la realidad, si es fulera!
Daniel Giribaldi

 

 

– Usted fue testigo presencial de los acontecimientos de mayo.
– Presencial es demasiado decir. Estuve en el bar como tantos otros, pero había un mundo de gente adentro y en la calle era mucho peor, como se puede imaginar. De modo que no espere de mí un relato pormenorizado, porque no estoy dispuesto a hacerlo ni en condiciones para ello, además ya ha pasado mucho tiempo
– Usted sabe, empero, que su testimonio podría servir para condenar a algún culpable o para salvar a algún inocente de una condena injusta.

 – No recuerdo que nunca nadie haya hecho nada semejante por mí en ninguna situación pare-cida.
– Me atrevería a dudar de la fidelidad de su memoria, aún sin conocerlo, porque estoy con-vencido de la íntima necesidad que tenemos los unos de los otros y de la espontánea solidari-dad con que nos apoyamos en situaciones riesgosas.
– Dude de lo que quiera, que para eso es libre, pero me atrevo a dar por sobreentendido que me permitirá también a mí desconfiar de aquello de lo que usted está tan convencido. Aparte, si tanto recela de mi memoria, no sé cómo pretende que me acuerde de cosas que pasaron hace un mes y medio.
– Por supuesto que usted también puede poner en duda mis convicciones, pero considere que con una posición como la suya usted destruye todo tipo de convivencia humana. Si retira la confianza mutua de su base, le quita también los cimientos a cualquier forma posible de diá-logo genuino.
– No veo cómo ni por qué; de hecho usted y yo estamos dialogando desde hace ya algunos minutos.
– Claro, sí, si es que podemos hablar de diálogo bajo tales presupuestos.
– De mi parte no encontrará ninguna resistencia para interrumpirlo cuando a usted le parezca oportuno, si no le gusta. No fui yo quien lo llamó a usted, sino usted a mí.
– Bueno, le ruego que me tenga un poco de paciencia. Tratemos, aunque más no sea, de apro-ximarnos a los hechos. Usted se encontraba en el café de la esquina sentado a una mesa que da a Diagonal, ¿verdad?
– ...
– Los manifestantes venían subiendo desde la 9 de Julio cuando uno de los parroquianos que estaba sentado muy cerca de usted se levantó de su mesa y fue en dirección a la puerta. Por otras personas sé que es un conocido suyo, que lleva por nombre Edelmiro Roca.
– Nombre nefasto, nefario, nefando...
– ¿Es cierto que lo conoce, entonces?
– Debe haber muy pocos en Buenos Aires que no junen a ese cerdo.
– ¿Cuánto hace que lo conoce?
– No sé. No me gustan los cerdos, no cultivo relaciones con ningún tipo de animal.
– Bien, pero en algún momento tiene que haberlo visto por primera vez. ¿Es cierto que fue compañero suyo del colegio secundario?
– ...
– No puede decir que se trate de una amistad apenas casual. Son demasiadas las anécdotas que cursan sobre ustedes dos. Por ejemplo – es una entre cientos –, se cuenta que usted una vez lo vapuleó por haberse negado a decirle las respuestas correctas durante una prueba escrita de matemáticas.
– ¡Esa sí que no me la esperaba! Nada más ajeno a la realidad. El porcino vivía copiándose de los demás y jamás permitía que nadie obtuviese alguna ayuda de él. Todos lo odiaban por eso, menos los profesores, claro, para quienes se trataba de un alumno ejemplar al que colmaban de elogios y galardones. Un par de trompadas le hubieran venido muy bien; tal vez hubiesen contribuido a elevarlo un poco en la escala ontológica de los seres, a la categoría de un perro, por ejemplo. Dicen que esos bichos son muy fieles.
– Su memoria no es tan mala, a lo que parece, dado que esos hechos deben haber pasado hace bastante más de un mes y medio. Usted debe andar ya por los cuarenta...
– .. y ocho.
– Bien, supongamos, entonces, que Edelmiro Roca y usted se conocían desde el secundario. Ambos se integraron hace más de veinte años al mismo partido político en cuyas agrupacio-nes juveniles ya habían intervenido mucho antes, ambos participaron activamente en la vida de comité, aunque a diferencia de él, usted nunca haya ostentado algún puesto de importan-cia...

Ubaldo Pérez-Paoli. Argentino, Apl. Professor für Philosophie en la Universidad Técnica de Braunschweig, Lehrbeauftragte de Latín y Griego en la misma universidad y ex-docente de Latín, Griego, Filosofía y Español en la Christophorusschule de Braunschweig.

– Los que usted llama "puestos de importancia" son el resultado del acomodo mutuo con que los puercos se dan lugar unos a otros en el chiquero. Por supuesto que él era un predestinado para eso.
– ¿Es por eso que usted abandonó el partido relativamente pronto?
– ...
– ¿Qué piensa de la actuación política actual del partido? ¿Cree que defiende las banderas correctas?
– Pensé que me iba a preguntar sobre los acontecimientos de mayo pasado.
– El partido tiene mucho que ver con ellos.
– Todos los partidos son lo mismo. O bien nacen de grupos de intereses o bien de las justas reivindicaciones de los sectores populares, luchan por obtener el poder y una vez que se insta-lan en él se olvidan por completo de las aspiraciones que les dieron origen. Aunque hay que admitir que los conservadores son más consecuentes en eso: tienen bien presente la clase so-cial a la que siempre pertenecieron.
– Usted considera, entonces, que su partido ha traicionado sus ideales.
– ...
– Retornemos al café. Don Roca fue hacia la puerta, la abrió y gritó algo así como "Cipayos comunistas".
– No sé cuál de todos los cipayismos es peor, aparte de eso, si no he oído mal, me parece que el comunismo ya fue enterrado en el '90.
– Como sea, pero ¿lo dijo o no?
– Si estoy bien informado, corríjame si me equivoco, han pasado más de seis semanas desde aquellos hechos. ¿Pretende que me acuerde de cada una de las  imbecilidades que se le ocu-rrieron a cada uno de los imbéciles presentes?
– Lo que pasa es que la frase tiene sus consecuencias. Otro testigo afirma que lo que gritó fue: "¿Para qué lo quieren de nuevo al Cotur? ¡Ya está nilse, nilse!" Versión bastante diferente, por cierto.
– Eso es porque le preguntaron a dos personas diferentes.
– Nuestro deber de periodistas es la objetividad, por eso nunca nos conformamos con una sola versión.
– No me malinterprete, por favor, lo que quiero decir es que si en vez de preguntarle a dos personas lo hubiesen hecho con cinco, lo que tendrían no serían dos, sino cinco versiones di-ferentes de lo mismo. Y si le preguntan a cien, tendrán cien.
– ¿Qué me recomienda, entonces, que me conforme con una sola?
– Creo no haber dicho en ningún momento tener algún tipo de interés por su trabajo o por la verdad que ustedes buscan, más bien sospecho haber manifestado lo contrario.
− ¿Quiere decir que lo que le interesa es la falsedad?
− ¿Podría dejar de malinterpretarme? Quiero decir que no me interesa eso que ustedes llaman verdad; la falsedad tampoco. ¿Por qué tendría que interesarme una cosa más que la otra?
– Pongámonos por lo menos de acuerdo en que Roca se asomó por la puerta y gritó algo hi-riente a los manifestantes. No espero que me dé la razón y continúo. Otro de los parroquianos se le fue encima y lo vapuleó violentamente.
– Le tomó la medida del cuello.
– De modo que por lo menos eso da por seguro.
– Es una manera de hablar. Lo mismo podría haber dicho que le llenó de dedos el rostro, que le ablandó el lomo como para milanesas o que le inauguró una sucursal de grandes zapaterías en el locu. Todas expresiones caras a nuestro acervo ciudadano. Cuestión de perspectiva ana-tómica.
– De acuerdo, pero está concediendo que el otro algo malo le hizo. Lo de la perspectiva ya lo veremos. También este señor es conocido suyo.
– ¿Quién no lo manya al tano Giberti?
– El señor Óttimo Giberti es un conocido gremialista de la industria textil, oriundo de la pro-vincia de Santa Fe, como usted. Se dice que se conocieron por ser hinchas del mismo equipo de fútbol.
– Colón es mucho más que un mero equipo de fútbol. Es una pasión, un sentimiento, una pro-fesión de fe, un apostolado. Permítame ponerme de pie por un momento. Y si no se me mode-ra un poco en el tono de sus expresiones vamos a tener que cortar esta charla de inmediato.
– No pretendía hablar mal de su equipo, ni mal ni bien, porque mucho no lo conozco.
– ¿Y usted se dice periodista?
– Quiero decir que mi especialidad no es el deporte y hay tantos equipos de fútbol que apenas si puedo distinguir los más importantes.
– Esto ya es el colmo, ¿me está insinuando que Colón no es de lo más importantes?
– No, no, no soy quien para emitir juicio semejante.
– Entonces no lo haga. Si no pone un poco más de respeto en sus observaciones, ya me estoy tomando el pire.
– Tenga todo mi respeto. Lo que me importaba señalar es que usted y don Giberti son, según se dice, muy buenos amigos y que, entre otras cosas, los liga la simpatía por la escuadra roji-negra. ¿Me he expresado correctamente? Bien; parece que a este buen señor se le fue un tanto la mano en el trato de don Roca. Lo cierto es que el joven Rivarola, uno de nuestros testigos, intentó separarlos. ¿Puede confirmar este dato?
– ¿Joven, qué joven?
– Se lo estoy diciendo, Ricardo Rivarola, de veintisiete años, empleado de tienda, vecino del barrio de Almagro.
– ¿Veintisiete años? De canasta será; veintisiete años a la sombra. ¿O se está refiriendo a cada una de las de andar por separado? Si ese coso tiene menos de cuarenta, ya mismo la estoy llamando a mi vieja para que me inscriba en el preescolar.
– Créame que es su edad real. He tenido sus documentos personales en mis propias manos.
– Pero entonces este pobre chico está siendo víctima de una senilidad prematura galopante...
– De sus apreciaciones deduzco que efectivamente Rivarola trató de intervenir en el asunto. Giberti, entonces, le asestó una trompada en el abdomen.
– Que lo parió al tano; yo no sé de dónde saca tanta polenta.
– El muchacho quedó tan mal que su compañera intentó llamar una ambulancia.
– Ahora le llaman compañera. Gracias por ponerme sobre aviso, si no, se me habría podido deslizar algún improperio.
– La señorita Alma Pauperata, también vecina del barrio de Almagro, enfermera, de treinta y tres años...
– Pare, pare la mano, por favor, antes de que me dé una taquicardia. ¿Usted está traspasando la historia del pasado mayo a la década del sesenta? ¿O todos los participantes tomaron un curso acelerado de rejuvenecimiento a posteriori de los sucesos? ¿Treinta y tres? ¿Y el tano, entonces, qué es, un pibe de potrero?
– ... esta señorita de treinta y tres años, titular del móvil cuyo número no viene al caso, llamó de inmediato al hospital en el que ella misma trabaja pero, antes de que lograra comunicarse, un manotazo de otro de los presentes le hizo volar el aparato en dirección al mostrador.
– Justo lo que faltaba para hacer engranar al colorado Walker, que lleva este bar de su propie-dad desde hace añares sin que nunca haya tenido ningún percance que lamentar. Con lo su-persticioso que es, le fueron a hacer añicos precisamente la vidriera que está detrás del mos-trador, que es el espejo donde se endereza los tegobis cada vez que tiene que preparar algún brebaje. Nunca se lo vio tan colorado. Por suerte se le ocurrió intervenir a Quesada, que es un pan de Dios. Pudo calmar a todos los presentes y aquí no ha pasado nada.
– Eso es lo que usted dice.
– Eso es lo que yo digo. Digo yo, ¿hay algún otro que esté diciendo algo por aquí fuera de nosotros dos? Lo digo porque yo no veo a nadie más a varias mesas de distancia.
– Quédese tranquilo que sólo estamos usted y yo. Lo que pasa es que otras personas han dado una versión muy distinta de las cosas.
– Eso también es lo que yo digo. Mientras más testigos interrogue, más versiones diferentes tendrá. Nunca dos opiniones coincidieron. De la mía podemos prescindir ya mismo. Con mu-cho gusto le pongo a su disposición mi mutismo más absoluto.
– Su opinión es demasiado importante para nosotros como para que podamos prescindir de ella. Lo que sucede es que hay quienes sostienen que con la intervención de Quesada los acontecimientos se precipitaron de forma descontrolada. ¿Es cierto que le llevó el móvil a la muchacha y en vez de entregárselo a ella lo descargó sobre la cabeza del pobre Rivarola que todavía estaba boqueando?
– Difícil de imaginar una reacción semejante en Quesada, quien, le repito, es un pan de Dios.
– No le pido que imagine nada, sino que me confirme la información que me dieron o la recti-fique.
– Pero la imaginación es siempre mucho más amplia que la realidad y, en cambio, nunca pue-de ocurrir lo que no se puede imaginar. La imaginación es el trasfondo sobre el que se hace posible toda percepción de los sentidos. Lo que es contradictorio en sí mismo no se puede imaginar y tampoco puede suceder. ¿De acuerdo? Es de todo punto de vista imposible que el bueno de Quesada haya realizado una acción indecente, por lo tanto, no la realizó. Pensar lo contrario sería como si me dijera que un círculo pueda ser cuadrado en determinados días del año o que el sol, en vez de calentar, enfríe. No sé si me explico.
– Se comenta también que fue en ese momento cuando entró al bar un grupo de manifestantes que se habían sentido ofendidos por las palabras de don Roca y que se abalanzaron sobre él para propinarle una golpiza.
– Su lenguaje me sorprende. Nunca le había escuchado a nadie decir "propinar una golpiza" en la vida real. Más bien daban la impresión de querer romperle el culo a patadas.
– Con lo cual me está dando la razón.
– No, no le estoy dando la razón, usted habla de propinadas de golpizas, yo estoy hablando de algo bien grosso, ¿cómo expresarlo en su idioma rebuscado? digamos: de una ruptura cular, o analítica, si se quiere. Entre su discurso y el mío hay la distancia que existe de Madrid a Bue-nos Aires. Usted me relata la riña de unos chavales de dudosa cata, lo que yo recuerdo es una pateadura monumental de un par de grones envenenados a un ejemplar de la raza porcina no menos envenenado.
– Lo cierto es que ninguno de ustedes movió un dedo para defender a don Roca. El resto de los presentes parecía no querer animarse a nada tampoco, exceptuando al susodicho Rivarola, que a pesar de lo inadecuado de su condición física momentánea se incorporó y trató nueva-mente de detener la lucha. Con la ayuda de su compañera que hizo lo posible por comunicarse con la policía por medio de su móvil recuperado.
– No me venga a decir ahora que la susodicha Almita, ¿cómo era el apellido, Pauperoide? pensaba botonearnos a todos.
– Botonear no es la palabra correcta. Lamentablemente no consiguió establecer la comunica-ción.
– ¿Y entonces qué? ¿De nuevo el tano Giberti le hizo volar el aparato?
– ¿O sea que la vez anterior también había sido Giberti?
– No sé de qué me habla, yo estaba haciendo una mera hipótesis. Aparte resulta muy molesto que me conteste cada pregunta con otra pregunta. ¿Es yoyega el señor?
– No veo qué tengan que ver los gallegos en esto. La familia de mi padre viene de las Apulias, por si le interesa, la de mi madre de Ucrania.
– ¡Sorru tenía que ser! Debí habérmelo imaginado. ¿Será posible que me tengan que tocar todos a mí? ¿No hay ninguna otra víctima en el universo y alrededores? ¿Y dónde aprendió a hablar en cristiano?
– ¡Que yo no soy judío y mi madre es más católica que usted y todos ustedes juntos!
– Un ruso es un ruso, cuestión de lógica elemental. No me venga a decir que su madre nació hablando en criollo.
– Mire, piense lo que quiera de mí y de mis orígenes. Lo mismo me da, ni mi madre es paisa-na ni yo tuve nunca nada en contra de los paisanos.
– Yo tampoco, ni de los paisanos ni de los baisanos, que en esta tierra bendita hay lugar de sobra para todos. Bastantes grandes amigos tengo en la colectividad. Pero no por eso un entre-rriano deja de ser un entrerriano – o correntino, como decía mi abuelo.
– ¡Qué geografía tan curiosa!
– Será curiosa para usted, que se ve que es bastante nuevo en estas latitudes. No hay nada de particular en eso. Se trata de una ironía inofensiva, apoyada en una metonimia bastante previ-sible. Para crear distancia, ¿me explico? La distancia necesaria para poder respirar. Llamar rusos a los judíos y a los europeos del Este, turcos a los turcos y a todos los pueblos árabes, gallegos a los españoles, tanos y gringos a los italianos, todo eso era, en cierto modo, una ne-cesidad vital. Generalizando de este modo el criollo podía hacer frente a la multiplicidad de lenguas y culturas que nos invadían y que él era incapaz de entender. Con eso adquiría tam-bién una dosis bien fuerte de indiferencia para soportar el aluvión. No se puede comparar con lo que pasa ahora. En mi infancia un gringo seguía siendo un gringo, es decir, un italiano, sobre todo del norte, como en el Martín Fierro. ¿Se acuerda? El del órgano con la mona que bailaba. Supongo que sabe a qué me refiero. ¿O es que entre los vastos estudios del ilustre periodista no se encuentra lo mejor de la literatura nacional? Hoy, en cambio, con la decaden-cia de las costumbres y por la influencia del cine, la televisión, la propaganda, el internet y todos los chiches de la sinarquía internacional del dinero, se llama gringos a los norteamerica-nos. Hay gente, incluso, que les dice simplemente "americanos", como si estuviéramos vi-viendo en Europa. ¿Se da cuenta? "Americanos". ¿Y nosotros qué somos, asiáticos? ¿Tengo pinta de ponja yo?
– ¿No le parece un poco exagerado reducir la decadencia de las costumbres al uso coloquial de la palabra "gringo"?
– Es un síntoma, nada más. Podría haber elegido cualquier otro, como la compulsión de meter el inglés por todos lados. Son cosas del lenguaje, dirá usted, pero justamente de eso se trata. No hay nada de indiferente en el lenguaje. La potestad de imponer nombres a lo ajeno es prác-ticamente el único poder de los desposeídos. Claro, esos nombres nunca son los oficiales, sino la forma casi secreta de moverse en un espacio libre de represión. Ninguna otra ha sido la función de nuestro lunfardo. Ahora nos están quitando hasta eso – tenemos que llamar gringos a quienes el poder de los medios nos manda que llamemos así.
– Volvamos, por favor, a nuestro relato. Parece que tanto Giberti como Quesada y algunos más se sumaron a la contienda que de desigual que era pasó a convertirse en una pelea de to-dos contra todos.
– El hombre es un lobo para el hombre.
– ¿De modo que me está dando la razón?
– ¿Razón? ¡Minga de razón! Su cita de Hobbes me recordó otra cita a la que se refiere el mismo autor, eso es todo. Asociación de ideas que le dicen. ¿Prefiere escucharla en latín que suena más lindo? ¿O es que el excelentísimo señor periodista carece de los conocimientos necesarios?
– No estaba citando a nadie. Trataba de describir lo confuso del tumulto. Convengamos en-tonces en que tampoco usted permaneció inactivo.
– ....
– Es más, hay quienes sostienen que fue usted quien le asestó un tremendo puñetazo a la seño-rita Pauperata.
– ¡Eso sí que es una calumnia! Jamás levantaría la mano contra una mujer, ni aunque se llame Alma Pauperata. El que le rectificó el perfil de un sopapo pudo haber sido cualquiera de los presentes menos yo. Bueno, tampoco Quesada, por cierto, que, como ya pusimos de manifies-to en reiteradas ocasiones, es un pan de Dios.
– Supongamos que lo que usted afirma de Quesada sea verdad, por lo menos en lo que respec-ta a la señorita. Sea como sea, lo que hicieron con ella no fue justamente un acto de cortesía.
– No hay por qué pensar siempre tan mal de la gente. Tal vez el que le pegó pretendía hacerle un favor. Muy linda que digamos no es la supuesta señorita, ¿verdad? Para cirugía ya estaba mucho antes de todo esto. Y mire que la cirugía es cara, ¿eh? ¿Usted sabe cuánto se gasta en este país por operaciones de belleza?
– No le veo la gracia al comentario. La señorita Pauperata tuvo que ser atendida de emergen-cia, conmoción cerebral, algunas heridas más o menos graves y contusiones diversas.
– Pero ¿cómo? ¿No era ella la enfermera? ¿Y en qué hospital trabaja? Muy bueno no habrá de ser si tiene que encargarse hasta de sus propios enfermeros. ¿Usted se haría atender por un médico enfermo?
– A Rivarola no le fue mejor. Y le estoy hablando de los que no tenían nada que ver con nada.
– Nadie tiene nunca que ver nada con nada en ningún lugar de la Tierra. A ustedes, los escri-tores, les encanta establecer lazos necesarios entre acontencimientos meramente fortuitos y personas que por casualidad se encuentran por una vez en un mismo lugar. ¿Ve la rubia esa que entró a comprar cigarrillos? Bien, los dos estamos a la misma hora en el mismo lugar. ¿Y? ¿Nos hemos confabulado por eso? ¿Forma usted también parte de la confabulación?
– ¿De manera que la presencia suya, de Roca, de Giberti, de Quesada y de Walker en el mis-mo bar cuando se realizaba una manifestación multidudinaria en las calles de Buenos Aires le parece totalmente casual?
– ¿Usted piensa que era necesaria? ¿Es determinista el señor?
– ¡No! ¡Ni lo uno ni lo otro, ni casual ni necesaria, sino voluntaria, premeditada y hasta inclu-so planeada minuciosamente y de común acuerdo!
– Eso sí que me resulta novedoso. Un acuerdo entre Roca y yo... ¡un plan!
– Supongamos que no. Supongamos que justamente Roca haya sido el único que no tenía idea del asunto, pero que ustedes habían elegido el momento preciso en el que sabían que él se iba a encontrar allí.
– Pero ¿y nosotros qué? ¿Tenemos la de cristal nosotros? ¿Cómo diablos íbamos a enterarnos de lo que pensaba hacer Roca? ¿Qué me importa a mí dónde y cuándo se le ocurra al cerdo desparramar su cerdidumbre? Vivimos en una democracia, ¿no? Cada uno es dueño de ir y estar adonde se le dé la gana.
– Usted quiere decir "servidumbre."
– ¿El caballero es psicoanalista también? ¿Me quiere explicar a mí lo que quiero decir en realidad cuando lo que estoy diciendo es otra cosa? ¿Por qué no se hace este cuestionario a usted mismo, entonces, en vez de hacérmelo a mí? A lo mejor de esa manera encuentra siem-pre la respuesta correcta. Lo que quiero decir es cerdidumbre, que da la casualidad de que es justamente lo que dije. Me refiero a la naturaleza del cerdo. Si quiere, puede llamarla cerdeza también, o cerdedad. Cada ser, cuando se instala en la presencia, despliega la naturaleza que le es propia y un cerdo desparrama por el mundo su cerdeza o cerdidumbre, porque para más no le da. La naturaleza de una cosa determina con toda precisión los límites de sus posibilida-des. Un porcino no podría llenar el ambiente con aromas de azahares.
– Roca pasó una noche muy mala. Se salvó de la muerte por milagro. Tenemos información fehaciente de que fueron Giberti, Quesada y Walker quienes se arrojaron sobre él aprove-chando el entrevero. De su participación en este asunto todavía no hemos dicho nada, pero convengamos en que no hubiera estado mal que le diera una mano a esa pobre víctima, sobre todo teniendo en cuenta que se conocen desde hace tanto tiempo.
– No me venga a presentar como motivo posible de intervención lo que bien podría haber sido un obstáculo.
– Y hay quien dice que fue Quesada el que lo vapuleó hasta dejarlo sin conciencia.
– ¿De qué conciencia me está hablando? Si el cerdo ese fue siempre un inconsciente.
– O sea que en efecto fue Quesada....
– No creo estar confesándole ningún secreto si le repito por enésima vez que Quesada es un pan de Dios, incapaz de hacerle daño a una mosca...
– Pero ¿a un cerdo tal vez sí?
– ....
– ¿Prefiere callar la verdad y dejar que condenen a un inocente? Usted sabe muy bien que al que metieron preso es a don Eulalio Filofonos, uno de los manifestantes que habían entrado al bar, quien afirma haber participado del vapuleo en un sentido totalmente contrario: tratando de calmar los ánimos y separar a los contrincantes. Ese señor va a cumplir varios meses de condena, don Roca pasará todavía otros tantos en el hospital ¡y el verdadero culpable anda suelto y goza de buena salud!
– Si lo está insinuando a Quesada como autor, sepa que este honorable ciudadano sufre de una gravísima dolencia cardíaca desde hace años y que después del altercado parecía que se nos iba a morir. Ignoro quién habrá sido, pero el que maltrató a Roca le hizo un bien inapreciable a toda la sociedad argentina al retirarlo de la misma por algún tiempo. Lamentablemente tenga la seguridad de que la bonanza se terminará algún día y volveremos a verlo entre nosotros de cuerpo entero.
– El señor Filofonos es padre de dos hijos pequeños. Si todavía no ha perdido su trabajo a raíz de este altercado es porque sus empleadores le tienen miedo a la prensa, pero si lo llegan a condenar lo dejarán en la calle sin ningún tipo de misericordia.
– No me venga con cuentos de hadas. El Filolalio ese es alcohólico, eso está en todos los dia-rios. La poca guita que gana se la gasta toda en el ricino y lo que el trompa ha descubierto es una oportunidad para sacárselo de encima de una buena vez. La jermu ya hace más de un año que lo abandonó y se llevó a los dos purretes, de modo que no le queda nadie a quien tenga que alimentar. Si lo encanastaran harían otra obra de bien social: él tendrá casa y comida ase-guradas por un tiempo y la sociedad se verá liberada de un mal ejemplo.
– Bueno, parece que está más enterado de lo que pretendía.
– No digo nada que no esté en los diarios.
– Así que por lo menos lee los diarios.
– ¿Dije lo contrario en algún momento?
– No, pero me sorprende su prolijidad cuando se trata del conocimiento de los demás y su parquedad cuando se trata de los propios.
– Nada más despreciable que la gente que se pasa la vida hablando de sí misma.
– ¿Pero es que no va a decir ni una palabra sobre su participación en esta confabulación? ¿Us-ted no tuvo absolutamente nada que ver con nada? ¿Llegó al bar ese día por casualidad casi a la misma hora que Roca, Giberti y Quesada? ¿La noche anterior había estado conversando también por casualidad hasta las tres de la mañana con los dos últimos y Walker en el mismo bar? ¿Las cuatro cachiporras de goma con claras huellas de uso reciente que encontró la poli-cía en un cajón del mostrador (hasta se comenta que tienen alguna mancha de sangre), estaban allí también por casualidad? Claro, armas de verdad no iban a depositar en un lugar tan ex-puesto. ¿No quiere reconocer que el asunto acabó yéndoseles de las manos y por su propia culpa se les armó una batahola infernal? ¿Y todo por querer darle una paliza al ciudadano Roca? ¿Qué motivos tenían para hacerlo? ¿Es cierto lo que comentan algunos, que Roca los amenazó con soltar la lengua ante el partido al que aparentemente usted ya no pertenece sobre una presunta red de juego clandestino, tráfico de narcofármacos y tratantes de blancas? ¿No teme que ahora la suelte con más razón?
– .....
– Bien, no me queda más remedio que recurrir al último recurso: hay una acusasión directa contra usted.
– Eso de recurrir a recursos me parece muy original. ¿Y por qué no se recorre los corredores, incurre en ocurrencias o se socorre con las sucursales? ¡Hasta dónde puede llegar la pobreza del lenguaje! ¿Me quiere decir de qué me acusa el infame ese de Roca?
– ¿Y cómo sabe que es Roca el que lo acusa?
– ¿Me está tomando el pelo? Es el único ser en esta Tierra que puede ser tan pérfido. Nadie que no se llame Edelmiro Roca es capaz de caer tan hondo en las bajezas del ser humano. Si conoce otro hágamelo saber, que con gusto lo pondré como segundo en la lista.
– ¿Bajezas del ser humano? Creía que me había dicho que el señor Roca no pertece a esa ca-tegoría. De lo que se lo acusa a usted es de haber planeado y organizado minuciosamente este ataque a la persona física de don Roca y de haberlo llevado a cabo de común acuerdo con los señores Giberti, Quesada y Walker. Que fueron ustedes quienes incitaron a Roca a azuzar a los manifestantes para que éstos reaccionaran de la forma que hicieron y le dieran semejante paliza. Que ustedes no permanecieron ajenos a la tunda, sino que participaron activamente en ella y que en la misma fueron a caer los ya mencionados Rivarola y Pauperata, llevándose ellos también contusas heridas. Que el señor Walker no tiene ningún derecho a reclamar por los daños y perjuicios padecidos por su local, dado que fue él junto con ustedes el que desató toda la contienda. Y como se imaginará, no es solamente Roca el que lo acusa. Los testigos sobran.
– ¿Terminó, señor? ¿Eso es todo?
– Hay algunas cosas más de las que se enterará cuando le llegue la citación oficial del juzga-do. Pero esto es solamente una puntita del ovillo, una nadería comparado con todo lo que se le va a venir encima, como se imaginará. Lo del juego clandestino y demás especies todavía no está suficientemente claro, pero tenga la seguridad de que saldrá a la luz con todos los deta-lles. No va a quedar un solo nudo de su gigantesca red de narcotráfico sin desatarse. Hay mu-cha gente trabajando en eso y no da la impresión de que usted pueda contar con su simpatía. ¿Quiere agregar algo?
– Cómo no: si va a publicar cualquier cosa de esto en su miserable pasquín, que quede claro que ni Giberti, ni Quesada, ni Walker ni yo tenemos nada que ver en este asunto, que somos muy respetuosos de las leyes y del orden constitucional y que nos hemos comportado en todo momento como verdaderos argentinos, incluso ante seres abyectos, deleznables e indignos de toda conmiseración como el ya mencionado Roca. Que no tenemos el gusto de conocer perso-nalmente al comerciante Rivarola, a la doctora Pauperosa o al ejemplar padre de familia de cuyo nombre no me acuerdo. Y si necesitan testigos, usted, sus superiores, el juzgado o quien sea, vayan diciéndome cuántos, que les traeré el doble o el triple de los que pidan, todos ciu-dadanos intachables, presentes aquel día a la misma hora, también la noche anterior y todos los días que se les ocurran, en el susodicho bar o aledaños. Y que les quede bien claro desde el vamos: a diferencia de las discrepancias entre las declaraciones de los testigos que ustedes presenten, no va a haber ni uno solo de los nuestros que no vaya a decir exactamente lo mis-mo que todos los demás. Todos describirán una sola realidad y todos lo harán de la misma manera.

Testimonio enviado a Aurora Boreal® por Ubaldo Pérez-Paoli. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ubaldo Pérez-Paoli. Foto Ubaldo Pérez-Paoli © Ubaldo Pérez-Paoli.

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