Esa horrible costumbre de alejarme de ti

Mamá me colocó la manta y las wairrina nuevas, adornó mi cuello con los collares de la abuela y amarró sobre mi cabeza su pañolón de mil colores. “Me llevan a conocer Riohacha –pensé- solo una ocasión tan especial puede motivar vestirme así”. Me agarró fuerte de la mano y mis dedos empalidecieron por falta de sangre. Salimos del rancho, el sol me cegó con su luz, mamá casi me arrastraba. Volví la cara y vi a mis familiares bajo la enramada, mirando atentos como nos alejábamos. Motsas se protegía del sol con su mano izquierda. Yo no comprendía nada, solo tenía siete años.

La casa donde llegué era grande, con sillas altas; sentada en el sofá, mis pies no alcanzaban a tocar el suelo. Sentí un mareo cuando miré el mar por la ventana. Desde ese día, lo tuve siempre frente a mí. Los días aquí no me gustan. Ya no llevo la manta, la señora me dio otra ropa y guardo los collares en el jarrón blanco que esta sobre la vitrina de la cocina. Aún espero a mamá; cuando me dejó, dijo que volvería pronto y que no llorara. Me engañó, volvieron las lluvias y no viene a buscarme. “Indiecita” me llaman, sin saber que soy princesa y mi papá el cacique de la ranchería.

Ya conozco todas las habitaciones de la casa. Tengo que asearlas tempranito. Odio levantarme de madrugada a lavar los platos; el agua fría me estremece y se lo he dicho a Olar, la empleada, y me ha sonreído. Le traeré a Olar iguaraya, a ella le cuento lo que hago en la ranchería. A veces, cuando tengo sueño, me arropa sobre la silla de la cocina y me dice: “Duerme un ratito”. Creo que me quiere.

No tengo tiempo para descansar. Cógeme esto, alza aquello, diga señora, a la orden, gracias, despídase, lava la ropa, plánchala, se pasan el día mandándome.

Olar me regaló dos calzones de bolitas y me llevó por la tarde al mar, recogí varias conchitas, y las guardé, para que no me las quiten, en la caja de mi ropa. “Cómo podré pagarle a Olar esta alegría, puede ser con los collares, pero están tan altos en el jarrón blanco sobre la vitrina de la cocina. Solo arrimando un taburete y subiéndome al lavaplatos los alcanzo” – pensé –. En la noche lo hice. Caminé despacio cuando todos dormían, arrimé la silla y me así al mesón de mármol, como a un matorral de bejucos, pero la vitrina estaba muy alta, apenas rozaba con la punta de los dedos el jarrón. Intenté moverlo brincando, le di un manotón y no se meció, probé nuevamente, la vasija se ladeó y pasó cerca de mi cabeza. Se destrozó en el suelo vomitando mis divinos collares. La señora Flor, sus hermanas Guillermina y Natividad y Olar se levantaron azoradas. Esa noche por primera vez en mi vida recibí una paliza. No llore, ¿por qué hacerlo? Había recuperado mis collares, nada importaba aunque durmiera boca abajo por el dolor en las nalgas.

Mamá llegó a los dos días del accidente. Fui feliz. Corrí y me abracé a sus piernas.

-Me quiero ir contigo – dije.

Ella no me contestó nada y también me abrazó. La señora ordenó me retirara y nunca mandato de la mujer me dolió tanto como ese. Me quedé cerca, detrás de una matera. Vi como mamá le entregaba un chinchorro, tres mochilas y un collar de coral.

-Comadre, es el pago del jarrón – dijo mamá.

Hablaron más, pero no entendía las palabras. Luego mamá salió, sin intención de llevarme. Corrí por la cocina y atravesé el patio, me arrastré por el boquete por donde sale el perro y di justo con el burro en que había llegado mamá. Rápidamente subí al animal y como un ovillo me metí en el mochilón de mercar. A los pocos minutos, sentí que el bruto se movía y ya no quise ni respirar.

Escuché la orina del asno sobre el río. Ya estábamos llegando. Sudaba por el calor y empecé a moverme en la mochila, mamá descendió de la bestia extrañada, bajó las compras y el mochilón. Ya en el suelo salté entusiasmada y corrí en dirección de la ranchería.

Motsas fue el primero en verme. Mientras tomaba chicha mi papá hablaba con mis abuelos en la enramada de yotojoro. Miré a Motsas y sin hablar nos entendimos. Corrimos al río y nos bañamos hasta que los ojos enrojecieron por el agua. Motsas llevaba guayuco y unas wairrina raídas por el uso. Su piel curtida brillaba entre las tunas. Le confesé que dormía en una cama de la cual me caía sin faltar cada noche.

Por la tarde recogimos los chivos, les quitamos las tunas que traían prendidas. Trepé en el corral y ordeñé la chiva parida. Después volvimos a bañarnos; Motsas hizo piruetas en el agua y salimos cuando los mosquitos nos acosaron. El cansancio ganó en la noche. ¡Soñé estar en la ranchería, que sueño maravilloso!

Al día siguiente, otra vez sentí el apretón de mano y los familiares en la puerta del rancho. Motsas nos seguía, brincando y escondiéndose entre los trupillos, hasta llegar al río.

-Es por tu bien – dijo mamá sin mirarme.

Nuevamente llegué a la casa de las hermanas mandonas, así las llamaba a escondidas. No entendiendo por qué vine aquí si nada me faltaba en la ranchería. Allá libremente brincoteaba por la salina inmensa, robaba los nidos de las tórtolas en las noches y mi abuela no me decía nada cuando me bañaba incontables veces en el arroyo. La veía llenar sus múcuras con parsimonia y podía hacerlo más aprisa, pero me daba tiempo para zambullirme más en la corriente.

El tiempo pasaba. La rutina volvió. Haz esto, mueve aquello, diga a la orden, desee buenas noches, indiecita nuevamente.

Trabajaba y era el hazmerreír de las mandonas, pues como poco sabia castellano, cada palabra mal pronunciada (y eran todas), las desternillaba de la risa.

Llegó una época llamada navidad. Ayudé a armar un hermoso árbol de pasta y un pesebre. El siete de diciembre no dormimos, esperamos el amanecer en la puerta cuidando unas velitas. Los vecinos hacían lo mismo. Esa noche habían sacado una vajilla especial para la cena.

-La compró mi finada madre a los contrabandistas de Aruba – dijo Flor orgullosa -. Es auténtica porcelana china.

A las seis, antes de acostarnos, Guillermina, empecinada, me mandó a lavar la vajilla. Nunca había trasnochado y los ojos me ardían. Mas por culpa del agotamiento y no del descuido, la porcelana china completa cayó al suelo y se deshizo íntegra. En varios días no pode sentarme, mis nalgas encarnadas lo impedían. Mamá vino y esta vez pagó con dinero la porcelana. También trajo como regalo para Flor, mi madrina, seis gallinas y un cabrito. A mí me obsequió una cántara de chicha, pero no la probé por estar castigada. Cuando mamá se iba, salí por el patio, como la primera vez, pero no me escondí en el mochilón. Esperé e hizo lo que pensé, revisó la carga cerciorándose que no estuviera en ningún bojote.

Miré bien por donde caminaba y la seguí. Era difícil alcanzarla porque montada en el asno ganaba distancias, pero pronto apareció el camino conocido. Antes de cruzar el río la llamé a gritos, enojada se apeó del animal y me zarandeó.

-Si te llevo a casa de mi comadre es por tu bienestar, te educarán y podrás ser otra persona con buenas costumbres. Agradecida le estaré toda la vida. Te voy a llevar y si te devuelves, será la primera vez que te peguen. No quiero una queja tuya.

Mamá no sabe –pensé– de las azotainas de mi madrina. Sin cruzar el río nos devolvimos. Hice el viaje en el anca del burro. Los cardones tristes decían adiós con sus brazos de espinas y aquella indiecita Epieyu lloró. Su madre la india Machonsa no pudo detener su dolor y justo cuando un caricari atravesó el cielo, abrazó a su hija, pero apretó la jáquima y el animal apuró el paso.

Han pasado ocho navidades y no he visto a mamá. Voy al colegio. Sé por mis amigas que dibujo bien. Olar siempre alaba mi aseo y orden. No volví a quebrar nada. Me tienen confianza y puedo disponer de todo en la casa. Natividad, Guillermina y Flor son solteronas. Ahora que las quiero deseo que consigan novio, pero el último tren les pitó antes de llegar yo a su hogar.

En esta navidad pedí permiso para realizar una fiesta y me lo concedieron. Las mandonas ese día se encerraron temprano para no escuchar la música. Por la tarde, alguien dijo que me buscaban y salí a la puerta. Una mujer mayor con una manta floreada, seis gallinas y un cabrito me esperaban junto a un burro. Era mamá. Estaba curtida y arrugada por el sol. Me abrazó y sentí su olor a humo. Me separé rápidamente pensando que podría ensuciarme el vestido de la fiesta. La metí a la casa por el portón del patio, para que no la vieran, pues había invitados en la sala.

-Vengo por ti, es tiempo de volver a los tuyos – dijo mamá.

-No puedo, mi madrina me necesita – contesté.

-Ella tiene a sus hermanas – añadió mamá.

-Yo les atiendo la casa – repuse.

-Le dije a tu madrina que volvería cuando crecieras.

-No me quiero ir – dije secamente.

Mamá se fue y no salí hasta cuando supuse iba lejos. En las vacaciones de mediados de año, Flor me obligó a ir a la ranchería, distante diez kilómetros de la ciudad. Motsas es un hombre ya, sacrifica chivos y vende la carne en el mercado de Riohacha. Mi abuela está ciega y no da para pararse sola. Cuando llegué, todos me miraban como algo extraño. Todos han cambiado, excepto el paisaje inquebrantable del desierto.

La primera noche no pude dormir por los zancudos y me caí del chinchorro. Añoro la luz eléctrica y los programas de televisión. Me aburro demasiado y no me gusta bañarme en el río, veo el agua demasiada sucia. Solo duré una semana.

En cada asueto voy unos días y cada vez demoro menos. Cuando me encuentro con algún familiar en el mercado me escondo para no saludarlo. Ni yo misma me explico este desafecto a mi raza. En la mañana vi a mamá con unos sacos de carbón de madera y no me atreví a llegar donde estaba. No soy feliz en la ranchería, mucho me he acostumbrado a la ciudad, pero tampoco ella me acepta. Los rasgos de la tribu me delatan. En cualquier fiesta soy la indiecita. Tengo confusión de sentimientos. Creo mía esta casa ajena y de mi Guajira indomable ni recuerdos tengo ya.

Tardo mucho en conciliar el sueño. Intento darle sentido a esta pensadera y no encuentro respuesta. Hoy, una vecina, porque el perro ensució su terraza, me ha gritado las palabras que por años buscaba y no hallaba.

¡India desnaturalizá y desgraciá!

 

Vicenta soisi 350Vicenta Maria Siosi Pino
Wayuu del clan Apshana, Colombia. Premio Nacional de Literatura infantil Comfamiliar del Atlántico año 2000, con la fábula "La Señora Iguana".  Mención de Honor concurso ENKA, con la novela corta: El dulce corazón de los piel cobriza. Ganadora del Premio-Beca de Colcultura en documental año 1995. Su séptimo libro: Cerezas en verano, lo publicó la Universidad del Valle. Sus cuentos han sido traducidos al francés e inglés.

 

Relato enviado a Aurora Boreal® por Vicenta Siosi. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Vicenta Siosi. Fotografía de Vicenta Siosi © Jorge Daniel Berdugo Siosi.

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