Puro Cuento
Inédito
El viento se llevaba el olor de la sal que se pegaba en la piel y se endurecía. En el patio de la choza colgaban dos hamacas, al borde de un arrecife esquelético donde crecían cientos de caracoles bañados una y otra vez por la marea que se abalanzaba sobre ellos. En la noche no se veía mucho más allá del patio: sólo un par de palmeras iluminadas por una única bombilla; más allá, la penumbra escondía el mar y el tronar de las olas.
—Hoy casi no suenan los grillos— dijo la casera mientras yo me desvestía para dormir.
—Será el calor— dije, y pensé que era cierto; el mar apenas traía brisa y la arena se había quedado caliente hasta después del anochecer.
Aquella noche hizo demasiado calor como para dormir. Me revolqué entre las sábanas y conté las salamandras en el techo más veces de las que me puedo acordar, pero no conseguí dormirme: el calor era agobiante y las olas no dejaban de estrellarse ruidosamente contra el arrecife. Decidí salir a caminar con los pies en el agua. La luna se reflejaba en el océano una y otra vez creando una avenida iluminada que iba desde la playa hasta el horizonte.
Entré en otra de las temblorosas casas de madera que sonaban como los espantos cuando la brisa es muy fuerte. Pero hoy no había brisa.
Era la casa de José, un negro alto, ya canoso, que se sentaba en el patio del frente de su casa hasta tarde mirando el mar. Hace dos meses apenas estaba empezando el verano en la playa. Verano, en oposición a la época del año donde el temporal inunda los pisos de las casas y en el pueblo caen peces como llovidos del cielo, y se quedan retorciéndose en las calles hasta que los barren de nuevo al mar o los recogen para el almuerzo. Yo había llegado hasta ese pueblo en una avioneta destartalada, y en una pista de aterrizaje pavimentada en el medio de la selva me había encontrado con él.
Me llevó en una carreta halada por un caballo, bajo el apaleante sol mientras él cantaba vallenatos que hablaban del ron de caña y del mismo sol bajo el cual estábamos siendo arrastrados ahora.
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- Por Santiago Vesga
Para mi padre, Jacobo Moreno (q.e.p.d.)
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Un grupo de eminentes abogados juarenses, simpatizantes de Hitler, redactó en 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, la primera carta separatista que se tenga memoria. El objetivo nunca pareció́ descabellado para las mentes de estos abogados de buenas familias, padres intachables, incorruptibles como profesionistas y ciudadanos.
La carta es un exhorto, una súplica lastimera. Ningún lector sensato podría pasar del exordio. Cuando menos, le daría un poco de vergüenza ajena. El grupo sesionó en el Casino de Ciudad Juárez el 20 de abril, a las 11:00 de la noche, fecha del cumpleaños 51 del Führer. La redactaron en dos idiomas, con igual contenido: en alemán y en japonés. Una compañía de mensajería que prestaba servicios a los países del eje desde la capital de México, se encargó de la entrega de las valiosas cartas.
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- Por Antonio Moreno
Where one sees nothing else,
hears nothing else,
understands nothing else,
that is the Infinite.
Khandogya, part 4, 24th Khanda
Hacía años que Fernández, ingeniero y funcionario de obras públicas, sospechaba que el tedio regulaba su vida. Con puntualidad, se levantaba, ya sin siquiera mirar a Marta, y, después de un café de pie y del ascensor que terminaba de despertarlo con las sacudidas en la cuarta planta, salía al tempranero ajetreo de la calle, que ya no advertía, porque él mismo era parte de ese ajetreo. Al cabo de veintinueve pasos exactos, diariamente contados en el transcurso de quince años que habían pasado con la velocidad del relámpago, llegaba a la esquina, cruzaba en diagonal hacia la izquierda y en diagonal seguía a través del parque. Su vida era fiel al “de casa a la oficina, de la oficina a casa”.
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- Por Diego A. Nieto Marcó
—A mí que me importa si la marea estaba baja o alta. Lo que importa es que perdí a mi niña y aun no la encuentro— dijo la mujer visiblemente contrariada levantando los brazos.
Cuando se acercan a ella para oír su historia las mujeres terminan irremediablemente poniéndose la mano en el pecho y sacando el pañuelo de la cartera. Los hombres, después de un rato de escucharla, por lo general hacían ese tipo de preguntas torpes, sobre el tiempo y las mareas, para espantar la angustia que les producía la historia de Vera, al imaginarse que también a ellos les podría pasar algo así.
¿Qué importaba hasta donde llegaba el agua? Más lejos o más cerca de las raíces lavadas de los Almendros. La verdad seguía siendo la misma.
La hija de Vera no había muerto, tampoco se había ahogado como habían dicho en un primer momento las autoridades. Abril, así se llamaba la niña de doce años y que hoy tendría catorce, su hija mayor, había sido raptada en plena playa para dar inicio a la ruta del sufrimiento y la desesperación, de la madre, del padre, de toda la familia y de ella misma como víctima de la esclavitud moderna.
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- Por Dorelia Barahona
Me llamó un amigo para levantar pesas en su casa. Me puse una pantaloneta y una camisilla, y salí. La noche estaba cayendo y ya la gente comenzaba a meter los mecedores. Creo que éramos las únicas personas que pensábamos levantar pesas.
Cuando llegué a su casa, él ya estaba sacándolas. Me saludó con un gruñido. Vestía solamente una pantaloneta amarillenta y un cinturón negro, de obrero de fábrica; calzaba unos apaches rotos, sin medias. Le ayudé a sacar las pesas y sacamos también la mesa de los ejercicios, que estaba remendada por todos lados. Puso música en una grabadora vieja y comenzamos a estirarnos y a calentar los músculos que parecían petrificados.
Él acababa de llegar del trabajo. No comía hasta que no hiciera ejercicios; se dedicaba a ellos con una urgencia frenética. Era oficinista en una empresa de teléfonos. Aunque alto y fuerte, tenía el cuello largo, la cintura estrecha y unas pantorrillas infinitas. En el barrio decían que era un "esqueleto con músculos".
Llenamos la barra con los discos más pesados y comenzamos a hacer sentadillas. Luego siguió un ejercicio masoquista al que llamábamos "¡Dios mío, ayúdame!"; poníamos las piernas en forma de tijeras y, con la barra atravesada, flexionábamos la pierna delantera; era como si nos estuvieran extrayendo los riñones, pero lo creíamos necesario. A este ejercicio le sucedían unos cuantos ejercicios de pantorrillas, pero no insistíamos mucho porque las teníamos atrofiadas. Luego ejercitábamos los hombros, que son los músculos más perezosos y vulnerables del cuerpo. Hay que trabajarlos cuando no se ejerciten otros músculos cercanos; si no, se cansan muy rápido; son traicioneros. Y por último, los trapecios. Hicimos nada más un ejercicio al que llamábamos "Qué me importa", por la forma en que levantábamos los hombros.
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- Por Paul Brito
Salimos juntos del restaurante, hace un poco de fresco a esta hora. Yo visto camisa blanca, y ya en la calle me destemplo, me pasa siempre. Ella viene hacia mí con mi chaqueta, sabe que tengo frío; ella sabe muchas cosas de mí, y se acerca a mí con mi chaqueta. Pero hoy hay algo distinto en ella, que en la cena me mira demasiado fijamente y pestañea menos de lo habitual. Ahora, en la calle, me doy cuenta de que su cara está un poco tensa, rígida, aunque ella no suele sentir el frío. Y entonces lo veo: trae mi chaqueta doblada de una manera que yo no haría nunca, por mi costumbre ordenada. Un doblez inusual, una caída sobre el brazo que rompe la simetría visual, el orden de los minutos, la conversación. Y comprendo entonces: hay algo en mi chaqueta, la que ella me ofrece y quiere que me ponga. Me habla, me insta, pero las palabras se quedan fuera, solo entra en mí el frío. Ella sabe que tengo frío. Yo rehúso, me excuso, es un paseo corto hasta su casa, después ya cojo un taxi y no necesitaré ponerme la chaqueta, pero esto no se lo cuento, tan solo lo pienso. Un paseo corto hasta su casa, donde guardo y ella custodia alguna más de mis chaquetas. Ella insiste, lo intenta una y otra vez tratando de parecer cuidadosa, ya no sutil, y me coge por el brazo para guiarlo hacia la manga de mi chaqueta, la que oculta algo, y yo hago un último movimiento brusco y me aparto unos pasos. Al hacerlo, ambos oímos el ruido de un objeto metálico que se cae al suelo desde el interior de mi chaqueta, un objeto que preferimos no mirar, y los ojos se nos clavan con dureza: los de ella en mí, pendientes de mi reacción; los míos en alguien que no reconozco en aquella mujer. Retrocedo un poco más, espantado de ella, de mi chaqueta, de nuestra mirada, del frío con el que he vivido. Espantado de haber oído lo que hemos oído.
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- Por Miguel Rodríguez
Inédito
Día uno
¿Has sentido el vértigo de recuerdos? La impresión de caída que da ver algo brevemente en la memoria. Me ha pasado. Justo ayer vi a una mujer que se peinaba y me acordé de ti. Se peinaba frente a una ventana y me acordé de ti. Era la ventana del Emerald Trade Center y me acordé de ti. La señora era indigente. ¿Por qué me acordé de ti? Quizá por la forma en cómo se pavoneaba frente a su propio reflejo, como lo hacías tú frente a algún otro espejo más halagador.
“Vos que dijisteis a la Venerable Margarita del Santísimo Sacramento, y en
persona suya a todos vuestros devotos, estas palabras tan consoladoras para
nuestra pobre humanidad agobiada y doliente: todo lo que quieras pedir,
pídelo por los méritos de mi infancia y nada se te será negado”.
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- Por Santiago Vesga
"El entierro", relato con el cual realizó su debut literario la escritora Viveca Tallgren en la Danmarks Radio en 1985.
El relato fue leído por un actor y años más tarde traducido al castellano por Anne Klint.
En la entrada de la iglesia estaba el sacristán vestido de frac. Me pidió la tarjeta de invitación. Le miré con extrañeza.
- Por favor, su nombre y apellido, reiteró fríamente.
- Pero soy la hija de la señora Carrington...
- Por favor, su nombre, reiteró sin inmutarse. Sentí un escalofrío. Le di mi nombre. Sacó un plano del interior de la iglesia y puso una cruz en él.
- Puede Usted sentarse en la parte posterior a la izquierda.
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- Por Viveca Tallgren
El nacimiento viene de la muerte
y la muerte del nacimiento.
Concepción Budista
Chan Wing-Tsit
Con esa lentitud que delata recelo, el hombre se abrió paso entre la maleza y bajó la pendiente hasta la playa. Era la hora vertical del mediodía y no había sombras. A su izquierda y derecha, la arena se alargaba blanca; al frente, el mar, que a lo lejos se confundía con el cielo, más claro y sin nubes. En el día prefijado, avanzó con decisión. Lo detuvo la orilla. Se fijó en la espuma última de las olas: hecha añicos se arrastraba hacia sus zapatos, que finalmente mojaron. Se los quitó indignado, y al hacerlo se le cayeron las gafas. Las alzó en un movimiento mecánico y las sacudió como si fuera a necesitarlas donde iba. Mientras las acomodaba sobre la nariz, observó la inmensidad que había ido a buscar. Era agua, indudablemente. A la gente le encantaba el agua. Incluso recorría miles de kilómetros para retozar en ella y luego tumbarse al sol como elefantes marinos. Eran otros hombres esos. No escribían libros ni estudiaban filosofía; la fundación del imperio y su posterior caída les tenían sin cuidado. En el fondo, no podía negarlo en la intimidad de ese momento, aunque con muchos de ellos departiera amigablemente, los despreciaba. Cómo podía alguien perder el tiempo en el agua. Él la odiaba. Era un odio visceral. Siempre había sido así. Desde pequeño. Un profesor de educación física le había preguntado si alguna vez había estado a punto de ahogarse. Él no recordaba, por supuesto. Se limitó a responder, entonces, que el agua le daba asco. Era una sensación superior a él. El primer recuerdo que tenía era de infancia. Sus amigos se bañaban en el arroyo del Camino de Las Fuentes, antes que se lo tragara la ciudad. Era un lugar inmundo. Las aguas estaban casi estancadas; por allí cruzaba el ganado, conducido a un matadero próximo; y corriente arriba había una fábrica de vidrio que arrojaba en ellas todos sus desperdicios. No pudo evitar contrastar la fangosidad de aquel arroyo infantil con la limpidez del mar por el que avanzaba. Eran diferentes; sin embargo, en lo más recóndito de su composición química, eran una y la misma cosa; lo sabía.
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- Por Diego Antonio Nieto Marcó