Puro Cuento
Una noche de fin de agosto, Griselda Hasting tuvo un sueño extraño. Se hallaba sola cuando una ventolera, tan fuerte que se tragaba sus gritos, forzaba las puertas y ventanas de su casa arrastrando todo a su paso. De pronto, en otro espacio, en un país en el que nunca había puesto los pies, se veía a sí misma, parada delante de un cuadro colgado en una impecable sala que parecía pertenecer a un museo. En el cuadro habían sido pintadas, como impactos de balas, varias flores marchitas, las corolas resecas, los pétalos desparramados sobre la superficie, como si una tromba de agua y viento los hubiese desprendido, salpicando todo el espacio.
- Detalles
- Por William Navarrete
Reciba, primero, la sinceridad de mi afecto. Sé que no son tiempos cómodos los que corren: se me han mostrado esta mañana los archivos en donde consta que usted es la madre de uno de los valientes extras que han muerto, sin cederle terre- no a la cobardía ni temerle a la costosa gloria del trabajo bien hecho, en los escenarios de filmación de nuestra película aún sin título sobre las horrendas sublevaciones del 9 de abril de 1948. Sé que ninguna de mis palabras (las palabras siempre serán débiles e infructuosas a la hora de la verdad) servirá de alivio al dolor que le habrá traído esta pérdida —en apariencia— sin pies ni cabeza. Pero no puedo dejar de ofrecerle el consuelo que puede hallarse en el agradecimiento eterno de la producción por la que su hijo dio la vida.
- Detalles
- Por Ricardo Silva Romero
Hay insectos que nacen al amparo de la noche cerrada. Crecen, procrean y mueren antes del amanecer. Nunca llegan al día de mañana. Sin embargo, experimentan segundo a segundo la intensa agonía de vivir, se aparean con trepidante gozo y luchan ferozmente para conservar sus territorios vitales, sus lujosas pertenencias: el lomo de una hoja, la cresta moteada de un hongo o el efímero esplendor del musgo tierno besado por la lluvia.
- Detalles
- Por Fanny Buitrago
En aquella casa nadie se ponía de acuerdo ni siquiera para hacer un café. Si alguien decía “me provoca un café”; el otro respondía, “hágalo usted mismo”, con un retintín cargado de escepticismo. Ante semejante respuesta, el antojado se dirigía a la cocina sin deseos de café y lleno de rencor hacia el escéptico que tanto se complacía criticando la ineficacia de los habitantes de esa casa imposible. Por su parte, el antojado añadía una afrenta al memorial de agravios que crecía ante sus ojos rencorosos, como quien ve infectarse una llaga sin aplicarle el remedio, acaso por culpabilizar a los otros, esos otros responsables de sus desgracias. En la casa de los imposibles se habían cometido en el pasado –y se seguían cometiendo–afrentas imperdonables, tantas que hubiera sido inútil dar cuenta de ellas. Los habitantes de la casa imposible podrían considerarse seres pasivos pero, en cambio, para infligir ofensas eran activos. El altanero escéptico sabía que no era fácil preparar el café; conocía las causas de esa dificultad, pero se callaba para no evitarles la desagradable sorpresa a los otros. Él mismo había fracasado en su intento y había quedado tan frustrado que necesitaba vengarse. Ya había comprobado que hacían faltan los ingredientes y las mínimas condiciones para realizar ese deseo. Una tercera persona se quejaba de la discusión entre el antojado y el altanero “por un miserable café”, y se dirigía a la cocina a prepararlo sólo “por restregárselo a esos dos inútiles que malgastaban el tiempo discutiendo por un café”.
- Detalles
- Por Consuelo Triviño Anzola
Nos embarcamos un día de junio, cuando aún no amanecía, y de inmediato nos hicieron descender a las entrañas de la nave. En la azulada oscuridad el capitán nos informó cuáles eran nuestros derechos, nuestros deberes:
- Detalles
- Por Evelio Rosero
Ya entonces podía reconocer las ventajas de ser la más pequeña. En la parte trasera del jeep Nissan verde manzana modelo ‘76 donde siempre eran una familia, su madre sabía armar una cama en el suelo para ella. Cada vez que hacían este recorrido, Serrat cantaba desde una vieja casetera. Camila no entendía la letra pero sentía que una tristeza se apoderaba de todos al oírlo; incluso el paisaje se iba poniendo melancólico a medida que se alejaban de la ciudad y Serrat se instalaba en su lugar de siempre. La madre contaba historias mientras miraba por la ventana. Aquella vez contó que sus hermanos jugaban a orinar desde un balcón cuando eran pequeños. Ganaba el que mandara su chorro más lejos. Su madre cerró esta anécdota con una risita que fue interrumpida por su padre, quien se apresuró en decir que no veía la gracia de esa historia.
- Detalles
- Por Melba Escobar
Las vacaciones del colegio eran largas y yo las pasaba en la casa de mi abuela. Mi abuelo estaba vivo, pero durante el día estaba trabajando; por eso me salió decir la casa de mi abuela y no de mis abuelos. Mi madre me llevaba por la mañana y me recogía al caer la noche. En la biblioteca había un escritorio y, sobre el escritorio, una estatua de cerámica con la figura de Gandhi, que, para mí, era la figura de mi abuelo. O de un hermano de mi abuelo a quien tal vez nadie conocía. Gandhi era áspero, cetrino, opaco, salvo el dhoti, que era liso, brillante, de esmalte blanco. El dhoti era el foco de la estatua y era el lujo. Al tener una textura distinta del resto, parecía venir de otro tiempo que el resto. Saltaba a mis ojos. Era el mismo blanco de mis ojos. Por supuesto, yo no conocía la palabra dhoti entonces. Lo blanco de la cerámica era una toalla envuelta alrededor de la cintura de Gandhi, que era un “héroe de la paz” y no mi abuelo ni su hermano.
- Detalles
- Por Carolina Sanín
Lo vi en la ciudad en que compartíamos espacio en el libro de los nacimientos, yo unos cientos de páginas antes que él. Fue la primera de las coincidencias que luego nos irían reuniendo sobre el mundo. Es un hombre —ahora, entonces era un muchacho— de ésos que parecen pequeños incluso cuando son altos. A primera vista, llegué a confundir con brío su torpeza, pero no tardó mucho en sacarme de mi error.
Ya lo había intuido dentro del montón que componía la comparsa en los cafetines con pujos de fonda parisina que corretean por mi ciudad, y que él trata, siempre sin éxito, de reconstruir en sus crónicas. Por eso, al ver su mano elevada durante mi conferencia, me complací en sonreírle al tiempo que le concedía la palabra.
Él se irguió, tropezó, sus manos —seguramente húmedas— se crisparon buscando la salida de una enorme chaqueta marrón, y luego balbuceó un inglés chapucero del que pude extraer apenas que inquiría algo sobre la impuntualidad de los barberos que rasuraban a JM Coetzee.
Yo, que me había valido de mi logrado acento británico para departir con un público decorosamente internacional, en una conferencia dictada dentro de una universidad tan provinciana como la de los jesuitas en Quito, continué sonriendo mientras su novia —bellísima— enrojecía hasta la misma raíz del pelo. Tardé unos minutos en percatarme de su error.
Le contesté, en mi castellano materno, con una esmerada disquisición sobre civilización y barbarie en los márgenes de la cultura, y, sólo al final, le aclaré que el título hacía referencia precisamente a eso, a los bárbaros:
- Detalles
- Por Yanko Molina Rueda
Todos los jueves almuerzo con mi madre. Por mucho tiempo ella ha estado viviendo en una residencia para ancianos donde dispone de un pequeño apartamento. Cada jueves, llueva o truene, llego poco después del mediodía, y charlamos un rato. A la una nos sentamos en el comedor, una mesita estrecha al lado de la ventana que da al patio. Soy el único invitado, pero ella pone la mesa como si viniera a comer quién sabe quién: mantel y servilletas de lino blanco, bordados; cubiertos de plata; vasos de cristal, dos pequeños, para el vino, y dos grandes, siempre llenos de agua helada. La vajilla –de Limoges, con el borde dorado y el monograma de Palacio– es la mejor que tiene (la otra, la del diario, es de plástico). Sólo la usa los jueves, cuando vengo yo, y en todo caso no podría usarla si hubiera más convidados, pues casi todos los platos se quebraron y apenas si quedan piezas para dos comensales.
- Detalles
- Por Héctor Abad Faciolince